Estatuto de Seguridad y Ley de Seguridad Ciudadana
No deja de ser curioso que la reciente Ley de Seguridad Ciudadana guarde similitud con el Estatuto de Seguridad expedido por Turbay en 1978. Entonces se castigaba el uso de “máscaras, mallas, antifaces u otros elementos destinados a ocultar la identidad”, pero por lo menos se advertía que la sanción dependía de que esa utilización fuera injustificada. La nueva ley, en cambio, no hace esa precisión cuando dispone el agravamiento de la pena para quien, en plena pandemia y con orden gubernamental de usar tapabocas, utilice alguno de esos artefactos mientras delinque.
La prensa mencionó como uno de los cambios importantes de la nueva ley el haber aumentado la pena máxima de prisión de 50 a 60 años. El propósito era más ambicioso, porque se buscaba dejar por fuera de ese tope las hipótesis de concursos, es decir, aquellas en las que se comete más de un crimen. Por ejemplo, quienes fueran condenados por el repudiable atentado contra los 13 integrantes del Esmad en Cali lo serían a 487,5 años de prisión cada uno como responsables de 13 tentativas de homicidio agravado. Pero como ni el Gobierno ni el Congreso se acordaron de modificar la norma que regula los concursos, sigue vigente el máximo de 60 años que en ella se impone como pena máxima en caso de que se cometa una pluralidad de crímenes. En ese sentido, la ley no consigue nada: al olvidar actualizar el artículo 31 del Código Penal, dejaron vigente el límite de pena en los concursos, y como ese tope ya era de 60 años, permanece inalterado.
Aunque, siendo rigurosos, algo sí cambió. En los últimos años el Congreso ha venido aumentando de manera paulatina y antitécnica la pena de muchos delitos, de tal manera que el tráfico de niñas, niños y adolescentes agravado se castiga hasta con 90 años de prisión, y el lavado de activos agravado tiene una pena máxima de 101 años de cárcel. Es decir, el legislador ya había alterado a través de esas leyes el máximo de la pena privativa de la libertad a través de reformas puntuales a delitos como los que acabo de mencionar, sin que le importara que en la parte general del Código Penal hubiera normas que establecían en 50 y 60 años esos límites.
¿Qué ocurre, entonces, con la expedición de la Ley de Seguridad Ciudadana? Que ninguna de esas penas que ya se habían aprobado para delitos como el lavado de activos o el tráfico de niñas, niños y adolescentes puede seguirse imponiendo, porque ahora se fijó la pena máxima en 60 años y, al ser una norma penal más favorable, debe aplicarse esa rebaja punitiva incluso a casos en los que ya se haya proferido una condena con las elevadas sanciones anteriores.
Esa es otra coincidencia entre las normas expedidas por Turbay y Duque: su redacción fue tan mala, que en muchos procesos las personas terminaron invocando el Estatuto de Seguridad porque resultaba más favorable que el Código Penal; lo mismo que harán algunos ahora que las penas de varios delitos serán reducidas a 60 años, porque al parecer nadie en el Gobierno ni en el Congreso se había percatado de que sucesivas modificaciones legales habían desbordado ya el antiguo límite de los 50 años de prisión.
No deja de ser curioso que la reciente Ley de Seguridad Ciudadana guarde similitud con el Estatuto de Seguridad expedido por Turbay en 1978. Entonces se castigaba el uso de “máscaras, mallas, antifaces u otros elementos destinados a ocultar la identidad”, pero por lo menos se advertía que la sanción dependía de que esa utilización fuera injustificada. La nueva ley, en cambio, no hace esa precisión cuando dispone el agravamiento de la pena para quien, en plena pandemia y con orden gubernamental de usar tapabocas, utilice alguno de esos artefactos mientras delinque.
La prensa mencionó como uno de los cambios importantes de la nueva ley el haber aumentado la pena máxima de prisión de 50 a 60 años. El propósito era más ambicioso, porque se buscaba dejar por fuera de ese tope las hipótesis de concursos, es decir, aquellas en las que se comete más de un crimen. Por ejemplo, quienes fueran condenados por el repudiable atentado contra los 13 integrantes del Esmad en Cali lo serían a 487,5 años de prisión cada uno como responsables de 13 tentativas de homicidio agravado. Pero como ni el Gobierno ni el Congreso se acordaron de modificar la norma que regula los concursos, sigue vigente el máximo de 60 años que en ella se impone como pena máxima en caso de que se cometa una pluralidad de crímenes. En ese sentido, la ley no consigue nada: al olvidar actualizar el artículo 31 del Código Penal, dejaron vigente el límite de pena en los concursos, y como ese tope ya era de 60 años, permanece inalterado.
Aunque, siendo rigurosos, algo sí cambió. En los últimos años el Congreso ha venido aumentando de manera paulatina y antitécnica la pena de muchos delitos, de tal manera que el tráfico de niñas, niños y adolescentes agravado se castiga hasta con 90 años de prisión, y el lavado de activos agravado tiene una pena máxima de 101 años de cárcel. Es decir, el legislador ya había alterado a través de esas leyes el máximo de la pena privativa de la libertad a través de reformas puntuales a delitos como los que acabo de mencionar, sin que le importara que en la parte general del Código Penal hubiera normas que establecían en 50 y 60 años esos límites.
¿Qué ocurre, entonces, con la expedición de la Ley de Seguridad Ciudadana? Que ninguna de esas penas que ya se habían aprobado para delitos como el lavado de activos o el tráfico de niñas, niños y adolescentes puede seguirse imponiendo, porque ahora se fijó la pena máxima en 60 años y, al ser una norma penal más favorable, debe aplicarse esa rebaja punitiva incluso a casos en los que ya se haya proferido una condena con las elevadas sanciones anteriores.
Esa es otra coincidencia entre las normas expedidas por Turbay y Duque: su redacción fue tan mala, que en muchos procesos las personas terminaron invocando el Estatuto de Seguridad porque resultaba más favorable que el Código Penal; lo mismo que harán algunos ahora que las penas de varios delitos serán reducidas a 60 años, porque al parecer nadie en el Gobierno ni en el Congreso se había percatado de que sucesivas modificaciones legales habían desbordado ya el antiguo límite de los 50 años de prisión.