Siempre hay quien puede sacar provecho de las guerras; de todas, incluida la declarada contra las drogas, que en duración ya ha doblado a la de Vietnam. Cuando hace falta, se las usa para crear o magnificar enemigos, lo que con un poco de habilidad permite convocar la solidaridad de la ciudadanía y persuadirla de la necesidad de librar la guerra para vivir mejor.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Siempre hay quien puede sacar provecho de las guerras; de todas, incluida la declarada contra las drogas, que en duración ya ha doblado a la de Vietnam. Cuando hace falta, se las usa para crear o magnificar enemigos, lo que con un poco de habilidad permite convocar la solidaridad de la ciudadanía y persuadirla de la necesidad de librar la guerra para vivir mejor.
Algunas veces se trata de impedir el avance del comunismo, como en Vietnam; otras, de combatir el enemigo interno, como hizo Nixon cuando retiró sus tropas de Vietnam, pero impulsó la doctrina de la seguridad nacional apoyando o tolerando las dictaduras militares en América Latina. También se las invoca para proteger a los ciudadanos del mundo frente al consumo de algunas sustancias nocivas cuyos mercados controlan naciones subdesarrolladas, lucha que, por cierto, no incluye la persecución penal de otras como el alcohol, el tabaco o el propio glifosato, cuyos mercados controlan los países desarrollados. Así nació la guerra contra las drogas declarada por Nixon, mientras daba por terminada la de Vietnam y lanzaba la tesis de la seguridad nacional; a cambio de una, nos dejó dos guerras.
Pero quizá la mayor utilidad que algunos encuentran en ellas es la posibilidad de justificar eso que eufemísticamente, y desde el conflicto de Vietnam, se ha dado en llamar daños colaterales. Con esa expresión se alude a perjuicios no intencionales que se causan en el transcurso de una guerra, mostrándolos como el sacrificio que debe hacerse para alcanzar el triunfo contra el enemigo; con semejante presentación, pasan a ser el indeseable pero necesario precio de la victoria.
Algo similar ocurre en la guerra contra las drogas. La Organización Mundial de la Salud dice que el glifosato es probablemente cancerígeno, la Unión Europea prorrogó su licencia solo hasta el 2022 y Francia lo prohibirá a partir del 2021; en Estados Unidos son ya varias las condenas a Monsanto, el mismo fabricante del tenebroso agente naranja usado en Vietnam, no solo porque el glifosato causó cáncer a personas que utilizaron productos que lo contenían, sino porque el fabricante hizo todo lo posible por ocultar sus efectos nocivos; cerca de 13.000 procesos más esperan su turno ante la justicia norteamericana por hechos similares. Nuestra Corte Constitucional no se ha limitado a prohibir su aspersión en parques naturales, comunidades indígenas y territorios ancestrales, sino que ha dicho que su uso debe estar precedido de “evidencia objetiva y concluyente que demuestre ausencia de daño para la salud y el medio ambiente”.
Pese a todo ello, hay quienes pretenden minimizar los probables efectos nocivos del glifosato, diciendo que es tan letal como una longaniza o 500 vasos de agua. El mensaje que se quiere transmitir es simple: es verdad que el glifosato puede afectar el medio ambiente, los animales, los cultivos lícitos y las personas, y es cierto que priva a los pequeños campesinos de alternativas de subsistencia, pero esos no son más que daños colaterales que deben ser admitidos con tal de disminuir rápidamente el número de hectáreas de coca, aunque, estadísticamente, el 35 % de ellas serán resembradas.