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Sobre el estado de nuestra administración de justicia se dice y se ha dicho tanto, que muchos consideran —con razón— que se encuentra sobrediagnosticada. Algunas afirmaciones carecen de respaldo, como aquella según la cual tenemos un número de jueces por cada 100.000 habitantes inferior al que recomienda la OCDE; otras obedecen a cálculos inexactos como la que sitúa los índices de impunidad en un 90 %; y unas más muestran de manera correcta el deficiente funcionamiento del sistema penitenciario, las dificultades de acceso a la administración de justicia en los centros urbanos, y especialmente en las zonas rurales, las demoras en el trámite de los procesos o las falencia de los previstos para los aforados constitucionales y legales.
Al comienzo de este gobierno se conformó una comisión de expertos para que hicieran recomendaciones sobre una reforma a la justicia, de la que salieron multiplicidad de propuestas sobre distintos temas. Pero como recientemente el Ministerio de Justicia, en asocio con la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía General de la Nación, presentaron un pequeño proyecto de ley encaminado a introducir unas modificaciones puntuales en el procedimiento penal, se ha reabierto el debate sobre cuál es la magnitud de los ajustes que necesita nuestro sistema judicial: ¿una reforma integral o algunas puntuales?
En mi opinión, esa disyuntiva no existe; son tantas las enmiendas que hacen falta y de tan diversa índole que es indispensable trabajar en todas ellas. Pero ante la magnitud y complejidad de la tarea, lo que sí resulta urgente es la elaboración de un proyecto de Estado que permita priorizar, financiar y ejecutar, a lo largo de por lo menos una década, un plan de transformación del sector justicia sin que esté sometido a los avatares de los gobiernos de turno. Una reforma al régimen penitenciario, por ejemplo, es urgente y requiere no solo de la revisión teórica sobre el propósito que debe cumplir la pena y cuáles son las instituciones que deben ayudar a que él se alcance, sino de un rediseño de la infraestructura para hacerla compatible con el modelo que se escoja. Las dos cosas necesitan de una considerable inversión económica que debería estar garantizada desde el comienzo.
Modificar la forma como se investiga y juzga a los congresistas, magistrados de altas cortes y fiscal general, así como reestructurar los órganos encargados de la administración de la rama judicial, sería útil pero no es algo apremiante. En cuanto a la agilización y simplificación de trámites judiciales mediante el uso de la tecnología, se deberían aprovechar experiencias como la de la Corte Constitucional en el trámite de las tutelas. Y paralelamente se debe seguir avanzando en la creación y promoción de mecanismos alternativos de solución de conflictos, para citar otro ejemplo. Lo que no podemos hacer es dejar de avanzar en la solución de muchos de los pequeños problemas que enfrenta la justicia en Colombia a la espera de que exista un consenso que permita diseñar, tramitar y poner en práctica una gran reforma que hipotéticamente solucione todas las dificultades que hoy enfrenta.