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Uno de los aspectos positivos de lo ocurrido durante los primeros cinco años de implementación del Acuerdo de Paz es el avance en los programas de sustitución de cultivos de uso ilícito. Según los informes de Naciones Unidas, hay cerca de 100.000 familias que se han vinculado a ellos y, lo que es más llamativo, el grado de cumplimiento que han mostrado en el más importante de sus compromisos —el de erradicar las plantas de coca o marihuana— es del 98 %, con un nivel de resiembra por debajo del 1 %. Esta última circunstancia es especialmente llamativa si se tiene en cuenta que en los sistemas de erradicación forzosa de cultivos ilícitos se calcula que ese porcentaje oscila entre el 35 y el 50 %.
Pero no solo las familias involucradas han honrado sus obligaciones, sino que el propio Estado da muestras de avanzar en el mismo sentido en la implementación de las cuatro fases que componen este proyecto. En cuanto a la primera de ellas, que consiste en brindar asistencia alimentaria a las personas que se han incorporado a él, cerca de 75.000 familias la han recibido. En el segundo nivel, que se refiere al deber estatal de ofrecerles asistencia técnica, alrededor de 68.000 familias la han obtenido. En un tercer paso, que impone el compromiso de dotarlas de una huerta que les permita su autosostenimiento, ya se encuentran más de 64.000 familias. La última fase es la que menos avance representa, porque si bien cerca de 6.000 familias ya cuentan con un proyecto productivo —que es el objetivo final de esta iniciativa—, en la mayoría de los casos (más de 5.000) se trata de diseños a corto plazo que todavía no garantizan un sostenimiento estable. De las casi 100.000 familias vinculadas, solo unas 400 (menos del 0,5 %) cuentan ya con un programa productivo a largo plazo.
Es difícil entender por qué, frente a los resultados tan alentadores que han mostrado los proyectos de sustitución de cultivos, el Gobierno actual sigue insistiendo en retornar a la aspersión aérea con glifosato que no solo afecta el medio ambiente y pone en peligro la salud de las personas, sino que además ha demostrado que es ineficiente a largo plazo. Porque si bien les permite a algunos funcionarios mostrar a final de año un elevado número de hectáreas fumigadas o incluso arrojarse baldes de glifosato sobre su cuerpo para intentar convencernos de su reducida malignidad —me refiero a la sustancia—, no pueden evitar que esos cultivos se reproduzcan a una tasa cercana al 50 %, ni que los narcotraficantes mejoren la productividad de las nuevas plantas.
Lo que deberían hacer este y los futuros gobiernos es acelerar la implementación de la última fase de los programas de sustitución, vincular a más familias y aumentar paulatinamente la presencia del Estado en materia de vivienda, servicios públicos, salud, educación, seguridad y justicia, de manera que las personas que han emprendido este nuevo camino tengan incentivos suficientes para no regresar a la ilegalidad. De paso, como ya se ha propuesto varias veces, se debería aprovechar para medir los avances de la lucha contra el narcotráfico por el número de hectáreas recuperadas para los cultivos lícitos.