Hace algunos días el secretario de Transparencia señaló que “Colombia agoniza en un mar de impunidad” porque en 20 de los 32 departamentos sus niveles superan el 95 % y los restantes están muy cerca. Lo menciono por ser un informe reciente y no porque sea la única vez que se haya hecho este tipo de manifestaciones; invocar guarismos como ese se ha vuelto tan corriente como el del número de jueces por cada cien mil habitantes que supuestamente maneja la OCDE, y que ya hace parte del imaginario colectivo.
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Hace algunos días el secretario de Transparencia señaló que “Colombia agoniza en un mar de impunidad” porque en 20 de los 32 departamentos sus niveles superan el 95 % y los restantes están muy cerca. Lo menciono por ser un informe reciente y no porque sea la única vez que se haya hecho este tipo de manifestaciones; invocar guarismos como ese se ha vuelto tan corriente como el del número de jueces por cada cien mil habitantes que supuestamente maneja la OCDE, y que ya hace parte del imaginario colectivo.
Lo llamativo es, más bien, que la fiscal general se aparte de esa tendencia cuestionando la forma en que se hacen esos cálculos y planteando la necesidad de diseñar y poner en práctica un nuevo mecanismo para medir la efectividad del proceso penal. Para ilustrar su postura, sostiene que es un error afirmar que si al sistema entran 10 denuncias y se profieren 2 condenas hay impunidad en lo atinente a las 8 restantes. Comparto su punto de partida; eso no significa negar que hay infracciones a la ley penal que no se han podido resolver, ni supone una renuncia a trabajar en procura de reducir esos niveles. Lo que se pide es que se calculen correctamente esas cifras, porque solo a partir de un diagnóstico preciso es posible identificar las causas del problema y diseñar mecanismos para intervenirlas.
Los elevados niveles de impunidad de los que se habla son el resultado de una simple suma aritmética entre las noticias criminales archivadas y los fallos absolutorios, que no toma en cuenta ni las razones por las que se adoptaron, ni la naturaleza de las conductas investigadas. En cuanto a lo primero, cerca del 40 % de los archivos corresponden a casos en los que el comportamiento no es delito, como cuando alguien denuncia por estafa al deudor que no canceló oportunamente la deuda, o por celebración indebida de contrato a quien lo tramitó omitiendo un requisito no esencial. Ahí no es correcto hablar de impunidad porque no hay nada que castigar. Como son resoluciones que deben estar bien fundamentadas, puede haber ocasiones en las que se critique la ligereza con que se profieren; pero entonces la censura no debe dirigirse hacia la figura del archivo, sino en contra del funcionario que la utilizó indebidamente.
En las absoluciones (24 % de las sentencias) y las preclusiones (2,2 %) también importan los matices; si se declara inocente al acusado de un homicidio, pero sigue sin saberse quién lo perpetró, es válido decir que sigue impune. Pero si la decisión se basa en que la actuación no constituye un delito, está justificada (piénsese en una legítima defensa) o no es culpable (imaginemos una coacción), no está bien afirmar que nos hallamos ante un ejemplo de impunidad. Si dentro de ese escandaloso número del 95 % no incluimos los supuestos acabados de mencionar, y además le restamos aquellos en que varias investigaciones se acumulan en una sola (5,8 %), las conciliaciones (1,4 %), los cambios de competencia (0,5 %) e incluso los principios de oportunidad (0,3 %), obtendremos unos resultados mucho más cercanos a la realidad, que permitirán adoptar medidas más precisas y eficaces para mejorar el funcionamiento del sistema.