En el debate sobre cómo debe actuar el derecho penal frente a los casos en los que se dispone de la propia vida hay varias facetas. La más simple es la que tiene que ver con quien lo hace por su propia mano, porque se asume que carece de sentido sancionar un cadáver; la misma solución predomina en relación con quien fracasa en su intento de suicidarse, pese a que en esta hipótesis sí hay un ser vivo que podría ser objeto de pena. Si se renuncia a castigar penalmente a quien así se comporta es porque la vida es un derecho disponible; si existiera una obligación de vivir, no solo estaría prohibido intentar matarse de cualquier forma —llevando una existencia sedentaria o alimentándose mal—, sino que los tratamientos médicos serían impuestos por la fuerza a los ciudadanos.
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En el debate sobre cómo debe actuar el derecho penal frente a los casos en los que se dispone de la propia vida hay varias facetas. La más simple es la que tiene que ver con quien lo hace por su propia mano, porque se asume que carece de sentido sancionar un cadáver; la misma solución predomina en relación con quien fracasa en su intento de suicidarse, pese a que en esta hipótesis sí hay un ser vivo que podría ser objeto de pena. Si se renuncia a castigar penalmente a quien así se comporta es porque la vida es un derecho disponible; si existiera una obligación de vivir, no solo estaría prohibido intentar matarse de cualquier forma —llevando una existencia sedentaria o alimentándose mal—, sino que los tratamientos médicos serían impuestos por la fuerza a los ciudadanos.
¿Qué ocurre si la persona que desea matarse no puede hacerlo por su propia mano porque, por ejemplo, se encuentra cuadripléjica? Si por tener esa condición pierde la opción de poner fin a su existencia, estaríamos ante un inaceptable ejemplo de discriminación. En la película Mar adentro, el protagonista quiere morir para poner fin a sus padecimientos, pero al carecer de movimiento en sus extremidades le resulta imposible procurarse un medio para cumplir su deseo; por eso pide y obtiene el concurso de alguien que le prepara un veneno y lo deja al alcance de su boca para que pueda beberlo cuando quiera, como en efecto lo hace. Ese es el ejemplo más claro de lo que se conoce como la ayuda al suicidio; quien se quita la vida es el propio sujeto que lo desea, pero recibe una colaboración para ejecutar la conducta.
Distinto es el caso de la eutanasia activa, en la que quien desea morir le solicita a otro que le quite la vida, razón por la cual algunas legislaciones penales se refieren expresamente a esa hipótesis como homicidio a petición. En relación con estos supuestos, la Corte Constitucional se pronunció en el 2021 diciendo que no constituye delito siempre que la acción sea realizada por un médico, que se ejecute con el consentimiento previo e informado del paciente, y que se haga para poner fin a intensos sufrimientos físicos o psíquicos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave e incurable. El tema no era fácil porque sigue habiendo resistencia a tolerar que se mate a otro alegando que ese era el deseo de la víctima. Por eso la Corte, con razón, fue cuidadosa al despenalizar esa actuación solo respecto de los médicos, pero manteniendo su carácter delictivo para cuando es desarrollada por quien carece de esa condición.
Lo que acaba de decidir la Corte es más simple y genera menos controversia en el ámbito del derecho penal, porque se refiere a casos en que una persona se quita la vida por sus propios medios, pero recibiendo una ayuda de otro. Curiosamente la decisión impuso las mismas limitaciones que había señalado para la eutanasia activa, razón por la cual si alguien que no es médico le acerca una sustancia venenosa a quien después la bebe para cumplir su deseo de morir —como en Mar adentro—, responderá por el delito de ayuda al suicidio, cuando la solución correcta habría sido extender la despenalización a todo aquel que se comporte de esa manera.