Todos los que han presidido la JEP han tenido retos. La primera debía legitimarla en medio de un ambiente hostil como consecuencia del triunfo del No, y de una controvertida aprobación del acuerdo final en el Congreso. No solo había que convencer a la gente de que la justicia de transición no es sinónimo de impunidad, sino que era necesario poner en funcionamiento una estructura novedosa, diseñada para impartir justicia en un entorno particular y con unas normas inéditas sobre cuyo origen y razón de ser se sabía poco.
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Todos los que han presidido la JEP han tenido retos. La primera debía legitimarla en medio de un ambiente hostil como consecuencia del triunfo del No, y de una controvertida aprobación del acuerdo final en el Congreso. No solo había que convencer a la gente de que la justicia de transición no es sinónimo de impunidad, sino que era necesario poner en funcionamiento una estructura novedosa, diseñada para impartir justicia en un entorno particular y con unas normas inéditas sobre cuyo origen y razón de ser se sabía poco.
Ese conocimiento precario no era atribuible a la desidia de los magistrados; obedecía a que, si bien hubo una relativa difusión de las negociaciones de La Habana y lo allí convenido en tema de justicia, buena parte del articulado fue eliminado como consecuencia de la pérdida del referendo. Aunque en medio de sus esfuerzos para deslegitimar el acuerdo sus enemigos suelen ocultarlo, cuando su versión inicial fue rechazada por la voluntad popular, hubo necesidad de adelantar una nueva negociación entre el Estado y las antiguas FARC-EP, de la cual emergió un texto sustancialmente distinto del anterior, no solo en temas como el enfoque de género (que prácticamente desapareció), sino en lo atinente a la JEP. Como su perfeccionamiento duró pocos meses y no todos los cambios que se introdujeron frente a la versión anterior fueron suficientemente divulgados, ni la opinión pública ni los integrantes de la recién creada jurisdicción conocían las particularidades de ese articulado.
Cumplidos esos primeros propósitos, las dos presidencias siguientes debían impulsar el análisis de los casos ya seleccionados y de algunos más que iniciaran, procurando avanzar también en la concesión de amnistías y en la resolución de la situación jurídica de aquellos que no son reconocidos como máximos responsables, siempre teniendo en cuenta el limitado tiempo de existencia de la institución. En esos períodos hubo grandes avances como la temprana atribución de una docena de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra al secretariado de las antiguas FARC-EP, en hechos que ellos aceptaron; eso es algo inédito en la historia de la justicia transicional en el mundo. Pero también se han ralentizado las amnistías y, según la página web de la JEP, no se ha dictado ni una sola decisión de renuncia a la persecución penal para los que no han sido ni serán seleccionados. Si asumiéramos que cerca de 2.000 personas serán considerados máximos responsables (es más o menos el número de comparecientes vinculados), quedarían cerca de 12.000 más a quienes, sin tener esa categoría, no se les ha resuelto su situación jurídica.
El reto del nuevo presidente es ajustar el trabajo para poder evacuarlo en el corto tiempo restante. A diferencia de sus antecesores, Alejandro Ramelli tiene una maestría y un doctorado en Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y un postdoctorado en derecho penal internacional. Ese bagaje intelectual, sumado a su condición de académico, lo dotan de la capacidad de entender que el debate científico no es de naturaleza personal, y le puede ayudar a seguir impulsando la labor de la jurisdicción que desde hoy preside.