A raíz del anuncio de buscar una paz total hecho por el presidente Petro, se ha desatado un intenso debate sobre el alcance de esa propuesta; poco a poco la discusión se ha centrado en si ella debe incluir solo a los grupos armados de orientación política o si tiene que abarcar a todas las estructuras delictivas al margen de la ley, es decir, a la criminalidad ordinaria organizada.
Yo entiendo la paz como la armónica convivencia al interior de una comunidad social y, desde ese punto de vista, es lo menos que un Estado debe ofrecerles a sus ciudadanos; esa es la principal de sus obligaciones y su prolongado incumplimiento puede llevar a que un país sea calificado como un Estado fallido. Su importancia es tan evidente que el preámbulo de nuestra Constitución menciona la convivencia y la paz como propósitos que impulsaron al pueblo soberano a expedirla, y su artículo 2 señala entre los fines del Estado garantizar la coexistencia pacífica y la vigencia de un orden justo.
Aun cuando actividades como las de la JEP y la Comisión de la Verdad llaman más la atención de los medios de comunicación, el Acuerdo de Paz firmado con las Farc se destaca entre todos los que se han suscrito en el mundo, por estar dedicado en un 70 % a las causas del conflicto armado. Desafortunadamente el gobierno que acaba de terminar no valoró la trascendencia de los compromisos que se acordaron en La Habana, por lo que su implementación fue muy reducida.
Si no se avanza significativamente en la puesta en marcha de una reforma rural integral (anhelo ya perseguido desde hace casi 100 años por gobiernos como los de López Pumarejo y Lleras Restrepo), si no se hace más énfasis en los programas de sustitución de cultivos ilícitos que han demostrado ser muchísimo más eficientes que la aspersión con glifosato y si no se dan pasos adicionales hacia una apertura real en materia de participación política, seguiremos muy lejos de alcanzar esa armónica vida en común que constituye el elemento cohesionador de cualquier sociedad.
Que el nuevo presidente se plantee como meta la obtención de la paz total es muy esperanzador, porque si les asegura a sus ciudadanos una coexistencia pacífica —esa seguridad que tanto se reclama—, el Estado podrá dedicar más tiempo y recursos a consolidar la vigencia de otros derechos como los de la salud, la educación, el trabajo o la vivienda digna. Por eso creo que, sin cejar en el propósito de buscar una negociación con el Eln y sin dejar de lado el análisis de mecanismos que permitan llevar ante la justicia penal a los integrantes de organizaciones criminales, el gobierno debe centrar sus esfuerzos en la implementación del Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado colombiano y las Farc.
Si logra desarrollar una reforma agraria que ordene la distribución y explotación de la tierra, y consigue avanzar en un programa de sustitución de cultivos que no se limite a cambiar plantaciones ilegales por lícitas sino que garantice presencia estatal permanente en esos territorios, Gustavo Petro podrá reducir la desigualdad social —uno de los factores que más afectan la convivencia— y habrá dado un primer gran paso en la consolidación de la paz total.
A raíz del anuncio de buscar una paz total hecho por el presidente Petro, se ha desatado un intenso debate sobre el alcance de esa propuesta; poco a poco la discusión se ha centrado en si ella debe incluir solo a los grupos armados de orientación política o si tiene que abarcar a todas las estructuras delictivas al margen de la ley, es decir, a la criminalidad ordinaria organizada.
Yo entiendo la paz como la armónica convivencia al interior de una comunidad social y, desde ese punto de vista, es lo menos que un Estado debe ofrecerles a sus ciudadanos; esa es la principal de sus obligaciones y su prolongado incumplimiento puede llevar a que un país sea calificado como un Estado fallido. Su importancia es tan evidente que el preámbulo de nuestra Constitución menciona la convivencia y la paz como propósitos que impulsaron al pueblo soberano a expedirla, y su artículo 2 señala entre los fines del Estado garantizar la coexistencia pacífica y la vigencia de un orden justo.
Aun cuando actividades como las de la JEP y la Comisión de la Verdad llaman más la atención de los medios de comunicación, el Acuerdo de Paz firmado con las Farc se destaca entre todos los que se han suscrito en el mundo, por estar dedicado en un 70 % a las causas del conflicto armado. Desafortunadamente el gobierno que acaba de terminar no valoró la trascendencia de los compromisos que se acordaron en La Habana, por lo que su implementación fue muy reducida.
Si no se avanza significativamente en la puesta en marcha de una reforma rural integral (anhelo ya perseguido desde hace casi 100 años por gobiernos como los de López Pumarejo y Lleras Restrepo), si no se hace más énfasis en los programas de sustitución de cultivos ilícitos que han demostrado ser muchísimo más eficientes que la aspersión con glifosato y si no se dan pasos adicionales hacia una apertura real en materia de participación política, seguiremos muy lejos de alcanzar esa armónica vida en común que constituye el elemento cohesionador de cualquier sociedad.
Que el nuevo presidente se plantee como meta la obtención de la paz total es muy esperanzador, porque si les asegura a sus ciudadanos una coexistencia pacífica —esa seguridad que tanto se reclama—, el Estado podrá dedicar más tiempo y recursos a consolidar la vigencia de otros derechos como los de la salud, la educación, el trabajo o la vivienda digna. Por eso creo que, sin cejar en el propósito de buscar una negociación con el Eln y sin dejar de lado el análisis de mecanismos que permitan llevar ante la justicia penal a los integrantes de organizaciones criminales, el gobierno debe centrar sus esfuerzos en la implementación del Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado colombiano y las Farc.
Si logra desarrollar una reforma agraria que ordene la distribución y explotación de la tierra, y consigue avanzar en un programa de sustitución de cultivos que no se limite a cambiar plantaciones ilegales por lícitas sino que garantice presencia estatal permanente en esos territorios, Gustavo Petro podrá reducir la desigualdad social —uno de los factores que más afectan la convivencia— y habrá dado un primer gran paso en la consolidación de la paz total.