Casi un año después de que se hundiera en el último de los ocho debates, se ha vuelto a presentar a consideración del Congreso un proyecto de Acto Legislativo que busca regularizar la venta de cannabis en Colombia para fines recreativos. En contra de esa iniciativa se han dicho muchas cosas: que la apertura de ese mercado lícito es una especie de respaldo estatal a quienes la utilizan en perjuicio de su salud; que permitir su comercialización abiertamente puede estimular su consumo, dadas las facilidades que habría para obtenerla; que al simplificarse su acceso a ella se podría propiciar un aumento de casos de drogadicción; o que su oferta al público envía a los menores de edad el equivocado mensaje de que se trata de un comportamiento digno de imitar.
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Casi un año después de que se hundiera en el último de los ocho debates, se ha vuelto a presentar a consideración del Congreso un proyecto de Acto Legislativo que busca regularizar la venta de cannabis en Colombia para fines recreativos. En contra de esa iniciativa se han dicho muchas cosas: que la apertura de ese mercado lícito es una especie de respaldo estatal a quienes la utilizan en perjuicio de su salud; que permitir su comercialización abiertamente puede estimular su consumo, dadas las facilidades que habría para obtenerla; que al simplificarse su acceso a ella se podría propiciar un aumento de casos de drogadicción; o que su oferta al público envía a los menores de edad el equivocado mensaje de que se trata de un comportamiento digno de imitar.
Sin embargo, esas preocupaciones no deben ser analizadas en abstracto, sino dentro del contexto actual; dado que desde 1994 dejó de ser punible la denominada dosis personal, tanto el porte como el consumo mismo de marihuana son legales en nuestro país como una manifestación del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Eso significa que los adultos pueden desplegar conductas que supongan un peligro para su propia integridad, siempre que sean conscientes de ello y no supongan una amenaza a derechos ajenos. El problema radica en que mientras la normatividad colombiana permite que un mayor de edad tenga consigo y se fume un porro, sigue castigando como delito su distribución y venta, lo que conduce a que aquellos actos solo sean lícitos en la medida en que el individuo que tiene la yerba consigo no sea sorprendido en el acto de adquirirla.
Para evitar ser aprehendidos al procurárselo, los usuarios del cannabis recreativo se ven obligados a comprárselo a organizaciones criminales que suelen operar en entornos poco seguros, que cobran sumas elevadas por el producto debido a las contingencias que acarrea consigo la ilegalidad, y que ni suministran información sobre la composición de la sustancia que entregan, ni responden por los daños que puedan derivarse de su eventual mala calidad. Lo absurdo de la situación es evidente: de un lado, el Estado autoriza a los adultos el uso de la marihuana porque asume que pueden valorar y asumir los riesgos que de él se derivan, pero al castigar su comercialización los obliga a enfrentar peligros mucho más graves, cuyo control no les corresponde a ellos sino a las autoridades.
Si el Estado expide reglas para la producción, distribución y venta del cannabis recreativo, podrá supervisar una parte importante de su producción; quien la cultive con ese propósito ya no estará desarrollando una actividad al margen de la ley, y la calidad de la mercancía que ofrezca tendrá una vigilancia en beneficio del usuario. Los distribuidores podrán ofrecerla en establecimientos legales que en lo laboral y fiscal funcionarán como cualquier otro comercio, no tendrán que expenderla a precios elevados para compensar los albures que conlleva la ilegalidad, y los consumidores podrán conseguirla en sitios seguros con la tranquilidad de que el producto recibido no ha sido alterado mediante mezclas que puedan afectar seriamente su integridad.