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El Consejo de Estado protegió el derecho a la libertad de expresión del presidente Gustavo Petro y no prohibió, como se buscaba, el uso de la bandera del M-19 por parte del jefe de Estado. Lo símbolos de su antigua guerrilla han estado presentes en el Gobierno Petro desde el momento de la posesión y forman parte sustancial de su identidad y de su estrategia política. Varios elementos para analizar en esta decisión que niega una acción de tutela y que tiene que ver con la Presidencia como institución, la judicialización del debate público y el relato de la historia.
Vale subrayar la decisión: el presidente puede ondear la bandera del M-19 y la ley lo protege. La pregunta es si, más allá de ser legal, es conveniente hacerlo. Los símbolos de la guerrilla a la que perteneció el presidente en su juventud lo representan a él y a otros sectores de su Gobierno que tienen el mismo origen, pero no al Estado que encabeza y ni siquiera a todo su movimiento político, en el que convergen diversas organizaciones políticas y sociales, muchas de las cuales nacieron y han vivido en la legalidad.
Si bien ese pasado guerrillero es parte de la esencia del actual presidente —quien se desmovilizó y ha hecho política legal durante más de tres décadas—, en su condición de mandatario lo deseable sería que el presidente entendiera que desde su cargo representa la unidad nacional, según dice la Constitución. Como presidente, él representa, entre muchos otros, a sus compañeros que se levantaron en armas y también a las víctimas que dejaron esas armas. Frente a esas víctimas que pueden sentirse vulneradas por una bandera, convendría que el presidente reflexionara sobre el necesario respeto hacia quienes han sufrido por tantos años de conflicto y si es útil de alguna manera esa reivindicación de un pasado guerrillero cuando las heridas siguen abiertas.
También vale preguntarse si hay necesidad de congestionar más a una ya congestionada justicia con los muchos recursos que se interponen hoy relacionados con el debate político y que judicializan asuntos que podrían estar en otros escenarios propios de la confrontación de ideas que es sana en una democracia, aunque ahora cueste entender que se valen las diferencias. Sin embargo, ante el incremento de la calumnia, la injuria, las cancelaciones, los discursos de odio, muchas personas sienten que no hay más camino que la justicia para resolver los choques diarios. Y es que la justicia puede ser el último recurso para proteger la democracia, aunque se use también para acosar o intimidar. ¿Hemos perdido todas las opciones para tramitar las discrepancias? ¿Son los jueces los llamados a establecer los límites en cada controversia política? ¿Es necesario y suficiente el fallo de un juez para resolver un debate en torno a una palabra, una expresión o una bandera? Me pregunto si judicializar el debate público le sirve a la democracia.
Este caso nos pone también a revisar de nuevo la batalla por la memoria, el relato que queda para la historia, los símbolos, los héroes y los villanos que cambian según quien cuente los hechos. Cada Gobierno quiere imponer sus símbolos porque eso suelen hacer los ganadores: contar su historia, vender su versión como única y total, borrar lo que controvierte su narrativa, lo que estorba, lo que sobra. Y los que sobran suelen ser los que pierden en un momento; esos mismos que luego se levantan y piden ser reconocidos, porque la historia tiene versiones distintas. Mucho más si, como pasa con frecuencia, se construye sobre violencia. Esos excluidos reclaman su existencia, rescatan sus símbolos, los levantan, los endiosan y quieren tumbar lo que había. Algunos derribaron estatuas de buda y crucifijos; otros borraron los rastros de civilizaciones enteras. Los rebeldes perseguidos por un régimen se convirtieron en héroes. Los símbolos tienen peso y se vale levantarlos, defenderlos, reivindicarlos. Se vale, es legal. ¿Sirve hacerlo?
