La apuesta más extendida en el debate público está hoy en crear y promover la sensación de caos, de desastre total y no futuro. Y siempre todo es culpa de “el otro”, “los otros”, los enemigos. El miedo, el odio, la rabia son emociones que traen buenos dividendos en la política y en las métricas de redes y medios. Cuando se promete esperanza, se ofrece como la promesa de salir del infierno creado por “los otros”. La razón no gana y los algoritmos que hoy rigen nuestras vidas premian las batallas, las emociones fuertes y castigan las razones y los intentos de conciliación y entendimiento. Aun así, cuánta necesidad tenemos de argumentos, razones y esperanza.
Hablo de Colombia y también del mundo porque esto es una tendencia planetaria que viene creando el ambiente propicio para alimentar guerras, nacionalismos, xenofobia, liderazgos agresivos, discriminación de todo tipo. Esos problemas han existido siempre y no nacieron en la era de la hiperconexión, pero se han exacerbado al punto de que ya no se cree en los hechos, se cree en los memes y las tendencias y sobre ellos se toman decisiones que impactan a las sociedades. Hoy la percepción pesa más que la realidad.
En esa nueva “realidad” creada sobre muchas ficciones, en donde hacer un buen espectáculo es lo que cuenta, es fácil profundizar las divisiones, los muros, las exclusiones. Se trata de hablar de “ellos” (siempre malos, culpables, cuestionables, bandidos) y “nosotros” (los elegidos, los portadores de la verdad, los inocentes). Dividir el mundo entre buenos y malos es un primer paso para poder creer que tenemos el derecho de borrar a esos “otros”. Eso va desde la censura hasta las guerras de exterminio y los genocidios.
Dependiendo de quién lo diga, “los otros” son los de color distinto, los que tienen un dios diferente, los migrantes, los de izquierda o los de derecha, los ateos o los creyentes, los pobres o los ricos, el Estado o los privados. Según la lógica de ese pensamiento excluyente, en “los otros” está el origen de nuestros males y acabar con ellos, excluirlos o minimizarlos es la manera de llegar al paraíso perdido. Eliminar a “los otros” para ser felices. Según esa lógica hay solamente una manera de pensar y si alguien se sale de la norma se vale silenciar, censurar o matar. Lo mismo pensaban en los tiempos de la Inquisición.
En este mundo de posiciones extremas y de catástrofes anunciadas, cada vez hay menos espacio para debatir argumentos, para dejarse convencer por ellos y transformar la mente con ideas frescas. Lo que más se busca es confirmar las creencias, reafirmar los prejuicios y acabar con las dudas que han sido y serán siempre el motor de los nuevos conocimientos, de la ciencia, de las transformaciones, de la creación. El que duda, busca más; el que duda, piensa más; el que duda, aprende más. Sin embargo, hoy cuesta dudar. No hay tiempo para pensar, para entender ni reflexionar. No expresar certezas, no tomar partido, no sentar posición sobre lo divino y lo humano, sobre lo que se sabe y lo que no se sabe, parece ser una grave infracción en tiempos de redes instantáneas. No hay espacio para los no creyentes o para los que pueden ser agnósticos frente a las distintas religiones o fanatismos que hoy batallan en medio de la infodemia.
Estoy muy convencida de que se vale decir no sé y dudar de las “verdades” que se venden con brillantes técnicas de mercadeo en los videos reales, trucados o falsos que circulan en las redes. Se vale creer que la realidad es diversa y compleja. Se vale argumentar en vez de insultar, se vale buscar signos de esperanza en medio de la incertidumbre, se vale apostar por lo que nos queda de humanidad. Por eso hago votos para que algún líder nos ofrezca una esperanza para todos, sin revancha, sin que “la utopía” de unos implique borrar a “los otros” del mapa. ¿Habrá alguien que pueda ofrecer esa esperanza?
La apuesta más extendida en el debate público está hoy en crear y promover la sensación de caos, de desastre total y no futuro. Y siempre todo es culpa de “el otro”, “los otros”, los enemigos. El miedo, el odio, la rabia son emociones que traen buenos dividendos en la política y en las métricas de redes y medios. Cuando se promete esperanza, se ofrece como la promesa de salir del infierno creado por “los otros”. La razón no gana y los algoritmos que hoy rigen nuestras vidas premian las batallas, las emociones fuertes y castigan las razones y los intentos de conciliación y entendimiento. Aun así, cuánta necesidad tenemos de argumentos, razones y esperanza.
Hablo de Colombia y también del mundo porque esto es una tendencia planetaria que viene creando el ambiente propicio para alimentar guerras, nacionalismos, xenofobia, liderazgos agresivos, discriminación de todo tipo. Esos problemas han existido siempre y no nacieron en la era de la hiperconexión, pero se han exacerbado al punto de que ya no se cree en los hechos, se cree en los memes y las tendencias y sobre ellos se toman decisiones que impactan a las sociedades. Hoy la percepción pesa más que la realidad.
En esa nueva “realidad” creada sobre muchas ficciones, en donde hacer un buen espectáculo es lo que cuenta, es fácil profundizar las divisiones, los muros, las exclusiones. Se trata de hablar de “ellos” (siempre malos, culpables, cuestionables, bandidos) y “nosotros” (los elegidos, los portadores de la verdad, los inocentes). Dividir el mundo entre buenos y malos es un primer paso para poder creer que tenemos el derecho de borrar a esos “otros”. Eso va desde la censura hasta las guerras de exterminio y los genocidios.
Dependiendo de quién lo diga, “los otros” son los de color distinto, los que tienen un dios diferente, los migrantes, los de izquierda o los de derecha, los ateos o los creyentes, los pobres o los ricos, el Estado o los privados. Según la lógica de ese pensamiento excluyente, en “los otros” está el origen de nuestros males y acabar con ellos, excluirlos o minimizarlos es la manera de llegar al paraíso perdido. Eliminar a “los otros” para ser felices. Según esa lógica hay solamente una manera de pensar y si alguien se sale de la norma se vale silenciar, censurar o matar. Lo mismo pensaban en los tiempos de la Inquisición.
En este mundo de posiciones extremas y de catástrofes anunciadas, cada vez hay menos espacio para debatir argumentos, para dejarse convencer por ellos y transformar la mente con ideas frescas. Lo que más se busca es confirmar las creencias, reafirmar los prejuicios y acabar con las dudas que han sido y serán siempre el motor de los nuevos conocimientos, de la ciencia, de las transformaciones, de la creación. El que duda, busca más; el que duda, piensa más; el que duda, aprende más. Sin embargo, hoy cuesta dudar. No hay tiempo para pensar, para entender ni reflexionar. No expresar certezas, no tomar partido, no sentar posición sobre lo divino y lo humano, sobre lo que se sabe y lo que no se sabe, parece ser una grave infracción en tiempos de redes instantáneas. No hay espacio para los no creyentes o para los que pueden ser agnósticos frente a las distintas religiones o fanatismos que hoy batallan en medio de la infodemia.
Estoy muy convencida de que se vale decir no sé y dudar de las “verdades” que se venden con brillantes técnicas de mercadeo en los videos reales, trucados o falsos que circulan en las redes. Se vale creer que la realidad es diversa y compleja. Se vale argumentar en vez de insultar, se vale buscar signos de esperanza en medio de la incertidumbre, se vale apostar por lo que nos queda de humanidad. Por eso hago votos para que algún líder nos ofrezca una esperanza para todos, sin revancha, sin que “la utopía” de unos implique borrar a “los otros” del mapa. ¿Habrá alguien que pueda ofrecer esa esperanza?