Una imagen que impacta: una joven levanta un palo que tiene en un extremo una falda de colegiala mientras otra joven le prende fuego a ese trozo de tela de cuadros típica del uniforme escolar. Están rodeadas de muchas mujeres más que llevan pancartas escritas sobre trozos de cartón: “Mi falda no es corta, tu educación sí”, “Éramos solo unas niñas”. El plantón en el colegio católico Sagrado Corazón de Jesús Bethlemitas recuerda que el acoso y el abuso siguen siendo parte de la vida escolar y que denunciar es el camino.
No es nuevo el abuso, pero ahora las mujeres no callan, denuncian, se acompañan, no están solas, se fortalecen en la sororidad y logran romper miedos, presiones, dolores. Una mujer agredida, acosada, abusada es una mujer que tiende a sentir culpa porque los agresores intimidan y cuentan con el miedo y la culpa para seguir impunes. Hay que repetir una y otra vez que la culpa es del agresor y se debe hablar en voz alta de lo que pasa, porque eso libera, alivia y ayuda a que no se repita.
Lo primero que recordé al ver a estas niñas y jóvenes valientes enfrentarse a la agresión fueron mis épocas de colegio. También estudié en una institución religiosa. Era parte del paisaje saber de niñas que eran “las novias” de los profesores, los conductores de los buses y hasta del cura que tuvo varias relaciones con niñas de 15 o 16 años. Se comentaba en el recreo, lo veíamos como algo natural y no, no era normal, era abuso. En esa época no se denunciaba, se callaba, se guardaban en silencio esas experiencias, como yo guardé la mía cuando a mis 16 años en el primer semestre de universidad un profesor intentó meter su mano bajo mi blusa. Lo contaba en este espacio cuando, en buena hora, comenzó a desatarse la ola de denuncias del #MeToo, #YoTambién. Lo reitero ahora porque cada vez que una mujer denuncia una agresión debe saber que no está sola.
Esto no ha parado, apenas va comenzando y las jóvenes del colegio Bethlemitas, alumnas y exalumnas, ponen el dedo en una llaga infectada que duele y sigue abierta. Faltan muchas denuncias, muchas voces, muchas historias y la denuncia no puede parar, no debe parar porque se trata de proteger a las niñas, a las jóvenes, a las mujeres todas de esos abusos constantes y permanentes. Se trata también de sanar, de reparar y de que haya castigo para los agresores. Los colegios deben ser entornos seguros para niñas y adolescentes. La prioridad de las directivas debe ser esa y no evitar el escándalo o perseguir a quienes se atreven a denunciar.
En las cifras de la ONU sobre violencia contra las mujeres se estima que una de cada tres en el mundo ha sido víctima de algún tipo de violencia física o sexual, pero si se incluye el acoso sexual eso puede subir al 70 %. Durante décadas las sociedades miraron para otro lado y aceptaron que eso pasaba. Ya no aceptamos más y por eso, cuando las mujeres encuentran la voz para hablar, nos debemos parar como una sola para responder, para hacer eco de su denuncia.
También hay quienes desconocen la realidad de una víctima de abuso o acoso y reclaman porque algunas callaron por años. Eran niñas, eran vulnerables, estaban asustadas, presionadas, manipuladas psicológicamente. Cada mujer que ha sido víctima de abuso o acoso tiene su proceso y solamente ella sabe cuándo puede denunciar, cuándo siente la necesidad de hacerlo, cuándo está segura para hacerlo. Muchas víctimas han tardado décadas o una vida entera antes de denunciar. Lo que se debe hacer, en los colegios y en todos los entornos en los que hay abuso y acoso, es generar el ambiente propicio para que se pueda hablar sin revictimizar. Algunas se tomarán mucho tiempo, algunas seguirán protegidas guardando sus historias, pero hay algo muy claro y lo recordaron esas alumnas que se plantaron frente a su colegio en una de sus pancartas: “Nunca más tendrán nuestro silencio”.
Una imagen que impacta: una joven levanta un palo que tiene en un extremo una falda de colegiala mientras otra joven le prende fuego a ese trozo de tela de cuadros típica del uniforme escolar. Están rodeadas de muchas mujeres más que llevan pancartas escritas sobre trozos de cartón: “Mi falda no es corta, tu educación sí”, “Éramos solo unas niñas”. El plantón en el colegio católico Sagrado Corazón de Jesús Bethlemitas recuerda que el acoso y el abuso siguen siendo parte de la vida escolar y que denunciar es el camino.
No es nuevo el abuso, pero ahora las mujeres no callan, denuncian, se acompañan, no están solas, se fortalecen en la sororidad y logran romper miedos, presiones, dolores. Una mujer agredida, acosada, abusada es una mujer que tiende a sentir culpa porque los agresores intimidan y cuentan con el miedo y la culpa para seguir impunes. Hay que repetir una y otra vez que la culpa es del agresor y se debe hablar en voz alta de lo que pasa, porque eso libera, alivia y ayuda a que no se repita.
Lo primero que recordé al ver a estas niñas y jóvenes valientes enfrentarse a la agresión fueron mis épocas de colegio. También estudié en una institución religiosa. Era parte del paisaje saber de niñas que eran “las novias” de los profesores, los conductores de los buses y hasta del cura que tuvo varias relaciones con niñas de 15 o 16 años. Se comentaba en el recreo, lo veíamos como algo natural y no, no era normal, era abuso. En esa época no se denunciaba, se callaba, se guardaban en silencio esas experiencias, como yo guardé la mía cuando a mis 16 años en el primer semestre de universidad un profesor intentó meter su mano bajo mi blusa. Lo contaba en este espacio cuando, en buena hora, comenzó a desatarse la ola de denuncias del #MeToo, #YoTambién. Lo reitero ahora porque cada vez que una mujer denuncia una agresión debe saber que no está sola.
Esto no ha parado, apenas va comenzando y las jóvenes del colegio Bethlemitas, alumnas y exalumnas, ponen el dedo en una llaga infectada que duele y sigue abierta. Faltan muchas denuncias, muchas voces, muchas historias y la denuncia no puede parar, no debe parar porque se trata de proteger a las niñas, a las jóvenes, a las mujeres todas de esos abusos constantes y permanentes. Se trata también de sanar, de reparar y de que haya castigo para los agresores. Los colegios deben ser entornos seguros para niñas y adolescentes. La prioridad de las directivas debe ser esa y no evitar el escándalo o perseguir a quienes se atreven a denunciar.
En las cifras de la ONU sobre violencia contra las mujeres se estima que una de cada tres en el mundo ha sido víctima de algún tipo de violencia física o sexual, pero si se incluye el acoso sexual eso puede subir al 70 %. Durante décadas las sociedades miraron para otro lado y aceptaron que eso pasaba. Ya no aceptamos más y por eso, cuando las mujeres encuentran la voz para hablar, nos debemos parar como una sola para responder, para hacer eco de su denuncia.
También hay quienes desconocen la realidad de una víctima de abuso o acoso y reclaman porque algunas callaron por años. Eran niñas, eran vulnerables, estaban asustadas, presionadas, manipuladas psicológicamente. Cada mujer que ha sido víctima de abuso o acoso tiene su proceso y solamente ella sabe cuándo puede denunciar, cuándo siente la necesidad de hacerlo, cuándo está segura para hacerlo. Muchas víctimas han tardado décadas o una vida entera antes de denunciar. Lo que se debe hacer, en los colegios y en todos los entornos en los que hay abuso y acoso, es generar el ambiente propicio para que se pueda hablar sin revictimizar. Algunas se tomarán mucho tiempo, algunas seguirán protegidas guardando sus historias, pero hay algo muy claro y lo recordaron esas alumnas que se plantaron frente a su colegio en una de sus pancartas: “Nunca más tendrán nuestro silencio”.