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La corrupción no es sólo un problema de malandros. Se trata de todo un sistema político clientelista basado en intercambios de votos por dinero y apoyos electorales por contratos. Los incentivos en su interior premian el crimen y castigan la probidad, promueven a los oportunistas y hunden a los buenos. Uno de las condiciones de la corrupción es que la justicia misma sea corrupta, desgreñada e ineficiente. Los corruptos saben que aún si son descubiertas sus fechorias no serán castigados, pues los jueces también se prestan a intercambios de nóminas y posiciones para mantenerse o ascender en la cúpula de la Justicia.
La corrupción siempre ha existido en Colombia, aunque quizá fue menos evidente en el pasado, cuando las posiciones políticas se llenaban con los bolígrafos de los jefes de los dos partidos tradicionales y el presidente asignaba Gobernaciones y éstas Alcaldías. Con la descentralización, la atomización de los partidos y la mayor competencia electoral, los intercambios se han vuelto más complejos y el financiamiento de las campañas crucial, donde entran a decidir los contratistas. Aunque todavia subsisten confrontaciones ideológicas entre partidos, juega más el propio control de la contratación que los enfrentamientos entre centro y derecha. Cuando la izquierda ha ganado elecciones ha seguido las pautas del clientelismo y de la corrupcióm que la caracteriza.
La corrupción comenzó a desbordarse con el auge del narcotráfico y su influencia en la política. No hay que olvidar la fama y poder que alcanzó Pablo Escobar a nivel local y nacional ni la que logró alcanzar el cartel de Cali. El financiamiento de los grupos paramilitares por los narcos les dio participación en el gasto público local, regional y nacional. El control militar por los violentos fue acompañado por su influencia en las elecciones y dio lugar a alianzas con los políticos que se ufanan de su legalidad. Es por eso que Cambio Radical entrega avales a los parapolíticos de muchas regiones del país y no muestra escrúpulo alguno de que varios de ellos hayan sido condenados por asesinatos y otros delitos contra el interés público.
La metástasis de la corrupción es reciente: se incubó con la reelección presidencial que exhibió intercambios inescrupulosos para beneficiar al incumbente en el 2005 y permitió ocultar la apropiación de recursos públicos por funcionarios que contaban con largos períodos para consolidar sus redes de poder. No es fortuito que durante las dos administraciones Uribe la adjudicación de obras públicas se hiciera a dedo (lo que se repite hoy a nivel local y regional), que los proponentes fueran financiados generosamente por el Estado, que pudieran hacer interminables adiciones a los contratos y que ni siquiera culminaran las obras. Conductas cuestionables se hicieron manifiestas en las altas cortes, sobre todo en la Procuraduría, que habían resistido las incursiones de los corruptos, pero que por la intervención del Congreso son menos rigurosas en la selección de sus integrantes.
El mismo principio de adicionar sin fin se aplicó a la contratación que permitió los enormes robos a Reficar de cuya mesa se sirvieron todos. Tampoco debe sorprender que durante los dos períodos de Santos se replicaran algunas de esas conductas, aunque se intentó reintroducir la licitación pública de obras públicas que no impidió que Oderbecht tuviera continuidad en ellas. Se trata de una estructura muy difícil de cambiar.