Sombrero de mago

Criminalización de la protesta

Reinaldo Spitaletta
18 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.
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Las protestas sociales, tan reprimidas y satanizadas por el poder en Colombia, tienen una larga historia en la consecución de derechos y en la expresión de descontentos contra las injusticias y otras arbitrariedades. Ratifican, si se quiere, la sentencia de Martí al respecto: “Los derechos no se mendigan; se conquistan”. Y son parte de una larga lucha por la democracia y la participación política.

Nuestra historia, sangrienta y de notorias inequidades, ha contado con gestas como las de las señoritas obreras de 1920, cuando más de 400 de ellas, en la Fábrica de Tejidos de Bello, se levantaron por la defensa de su dignidad y la reclamación justa de distintas reivindicaciones planteadas en un pliego petitorio. Y después los estudiantes, ante la barbarie desatada en las bananeras en 1928, cuando el Estado se prosternó ante la United Fruit Company, pagaron algunos con su vida la toma callejera para expresar su repudio por la masacre de trabajadores.

Y así, en distintas circunstancias, obreros, campesinos, estudiantes, desempleados, amas de casa, en fin, fueron ganando espacios para su voz y sus marchas. Y aunque continuaron las represiones y las limitaciones a la protesta, por el permanente estado de sitio o por las amenazas de grupos ilegales armados y otros factores, en el país ni la amenaza oficial, ni la censura, ni las reducciones a las libertades públicas han podido cercenar el derecho irrenunciable a la movilización.

En 1971, que fue en Colombia como un mayo del 68 pero todo el año, estalló el movimiento estudiantil más contestatario y masivo de la historia nacional. Las movilizaciones de los educandos se ganaron las simpatías y apoyos del resto de la población. Y como una muestra descomunal del ejercicio democrático de la protesta, en 1977 se desarrolló el “paro cívico nacional” (o huelga general) contra el gobierno de López Michelsen, en el que participaron todas las centrales obreras, además del resto de la población.

Y todas estas manifestaciones fueron reprimidas, perseguidas, macartizadas. El poder vio en ellas los demonios del comunismo y de los “enemigos de la democracia”, una democracia que solo funcionaba para las oligarquías y sus adláteres mas no para el resto de la gente. Y fue en esas circunstancias, además de una situación interna de conflicto armado que ya llevaba varios años, cuando Turbay Ayala expidió el nefasto Estatuto de Seguridad.

En aquellos días, entre 1978 y 1982, las restricciones a la protesta, a las manifestaciones y mítines, y la persecución desaforada a quienes defendieran los derechos humanos y la democracia eran un denominador común. La tortura, las detenciones arbitrarias, la violación al habeas corpus, las “operaciones rastrillo” y un largo rosario de desafueros se presentaron en aquellas calendas, al tiempo que se fortalecían las mafias del narcotráfico.

Sí, el pueblo colombiano ha sufrido bastante los maltratos de sus gobiernos. Se ha impuesto, como en los tiempos del macartismo estadounidense, un estigma satánico a los movimientos sociales. Y entonces no han faltado los “comunistas disfrazados”, los “guerrilleros vestidos de civil”, los “infiltrados”, y todo para desnaturalizar las justas reclamaciones de los humillados y ofendidos.

Y vuelve y juega. Ahora, el ministro de Defensa, en una deslucida intervención, ha dicho que las protestas sociales (a las que él, desde antes de ser ministro, quiere “regular”) están financiadas por grupos ilegales. Y por qué, como le espetaron varios líderes políticos, en vez de lanzar temerarias acusaciones, no persigue a las bandas criminales, a los paracos supérstites, a las mafias…

La actitud del mindefensa dio la impresión de ser un llamado a la represión de las protestas estudiantiles y profesorales que por estos días se han incrementado ante la amenaza de una desfinanciación de la universidad pública. Su forma de criminalizar las movilizaciones es todo un riesgo para diversos líderes sociales del país y para todo aquel que haga uso de las libertades de expresión y pensamiento, y que ejerza el derecho a disentir, a protestar, a reivindicar la justicia social. En buen romance, es como decir que el que levanta su voz contra las inequidades e iniquidades es un delincuente.

Lo del ministro de Defensa no es una salida en falso. Es parte de la construcción planeada de un gobierno que parece encontrar en el despotismo una manera de ejercitar el poder. No son declaraciones aisladas. Corresponden a un estilo y a una esencia: los de la antidemocracia. No es que los ministros, como Carrasquilla y Botero, por ejemplo, sean los “malos”, al tiempo que el presidente es el “bueno”. No. Estamos al frente de una empresa de poder que tiene como uno de sus perversos objetivos que el pueblo sea una víctima pasiva y resignada ante la vileza de sus gobernantes.

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