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Ahora que las tendencias antidemocráticas están al alza en Colombia, no sobra remitirnos a las raíces del fenómeno.
La democracia es un genial invento de la civilización occidental, que empezó apenas como una semilla en la Grecia antigua, una sociedad esclavista. En Roma, otra sociedad esclavista, el asunto voló durante un tiempo, pero fue dado de baja por los emperadores, de modo que hubo que esperar hasta el siglo XVIII, cuando tres países dieron, cada uno a su manera, un gigantesco salto hacia adelante: Francia, de forma sangrienta y pasando luego por un emperador guerrero, Estados Unidos, de forma menos cruenta, aislado en América del Norte, e Inglaterra, de forma gradual, primero arbitrando en el Parlamento cualquier cobro de impuestos y después debilitando de forma paulatina la monarquía, hasta volverla el espectáculo inocuo, aunque costoso, que ha sido a partir del siglo XX.
Dicho de otro modo, tomó cerca de 20 siglos perfeccionar el invento. Incluso el verbo “perfeccionar” es engañoso porque las sociedades, tras cualquier crisis de peso, tienden a la regresión y buscan encumbrar a los viejos machos alfa de la tradición tribal que mandaron, con escasas excepciones, en casi todas partes y en casi todos los tiempos. Así que esos caudillos que pululan por ahí, vitoreados hasta el delirio, no son excepciones, son una vieja regla de la política.
La democracia surgió en buena parte porque los déspotas ilustrados, por el estilo de Luis XIV en Francia o Carlos III en España, cedían eventualmente su lugar a déspotas crueles o idiotas que era imposible hacer a un lado sin grandes derramamientos de sangre. Los malos gobiernos duraban décadas, cuando no siglos. Teorizada por Montesquieu, la idea original de la democracia buscaba ante todo limitar el ejercicio del poder. Celebrar unas elecciones libres, periódicas, de fecha cierta y sin trampas era y es un factor necesario para que haya democracia, pero dista mucho de ser suficiente. Tanto o más importante es la división del poder en tres ramas, la ejecutiva, la legislativa y la judicial, manteniendo entre ellas los famosos pesos y contrapesos. Karl Popper escribió en 1986 para The Economist un texto clave que se puede leer aquí: http://econ.st/2pucUt1. Su tesis central es que la esencia última de la democracia consiste en poder sacar a los malos gobiernos del poder. Otro indicio, por si acaso, de que hoy no hay democracia en Venezuela ni en Nicaragua, porque allá los malos gobiernos se aferran al poder como lapas.
Ya en Colombia, empecemos por lo obvio: nuestra democracia es todavía precaria, hasta el punto de que fue atacada militarmente durante más de 50 años por insurgencias imposibles de erradicar por la fuerza. Situémonos en 2022 y pensemos en la perspectiva que nos plantea Popper. ¿Qué tan altas son las probabilidades de que para entonces hayamos tenido un mal gobierno? A juzgar por los candidatos que van adelante en las encuestas, muy altas. ¿Qué tan probable es que nos veamos confrontados con un mandatario que no se quiera ir del poder? No veo a Duque aferrándose a él, pese al peligroso e insultante padrino que lo acompaña; en cambio, es casi seguro que Petro, en vez de gobernar, habrá estado todo el tiempo buscando la manera de quedarse. Su programa es para un par de décadas, no para cuatro años. ¿Alguien lo ha oído decir que se va en 2022 y listo? Yo no.
Ojalá me equivoque y gane, digamos, Sergio Fajardo.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes