De payasos y cerdos

Beatriz Vanegas Athías
05 de febrero de 2019 - 05:30 a. m.

Por vivencia sé que decir payaso, es decir también carcajada. Así se trate del fino humor y agudeza irónica del payaso cara blanca o del payaso Augusto que se hace acompañar de otro que por lo general es olvidadizo y oficia como lento y torpe para que aquel se luzca con su aparente viveza. En países en que el arte importa y es visto como una opción de vida, existen las escuelas para oficiar como payaso. Ser payaso es un asunto serio que se deriva de la más exquisita tradición teatral que nos llegó de Grecia y Egipto. El payaso es un oficio tan universal como el del panadero. Haber visto y reído con ese ser brilla por su agudeza o por su torpeza, ha sido una constante en Occidente, tal como saciar el hambre al saborear un pan duro o recién salido del horno. Desde los payasos de los míseros circos de pueblo que viven anunciando “Hoy última función, no se la pierda, precios rebajados, aproveche”; pasando por Tuerquita y Bebé del lejano programa Animalandia animado por Fernando González Pacheco, hasta el mundialmente famoso payaso Krusty de la serie Los Simpson.

Payasear alegra la vida aun en medio del caos como afirmo Heinrich Böll en Opiniones de un payaso. A no ser que se trate de El Guasón, no hay payaso cuyo objetivo no sea que su interlocutor suelte una carcajada. Y reír ha sido siempre revolucionario. No encuentro pues razones para emplear la palabra payaso como injuria para quien  hoy dirige los destinos de un país en el que la vida no vale literalmente nada, o donde vale más el plomo. Nada de risa y de alegría hay el accionar de un dirigente de republiquitas. Nada de interacción, nada que oriente hacia la carcajada propia de quien festeja la vida. Corrijamos pues, ese error semántico. Y respetemos la labor del payaso pues de paso honramos a la risa.

También por experiencia sé que el cerdo, el puerco, el choncho es casi siempre insolente y sinvergüenza/ emerge cual Dios lustros de fango/y agradece a los santos/la lluvia propiciadora de los charcos./El cerdo ríe hocico arriba/de la inercia pueblerina/incapaz de impedir/el avance de la podredumbre./Hay días que siente piedad/y se retira a tomar el sol,/luego vuelve a su chiquero/que se le antoja un fragmento de calle/cercada y a la sombra/y se deleita con la servidumbre del ama/que acude a la mendicidad para engordarlo./Pero aparece el día/el día que le toca/gruñir más de la cuenta/porque lo acecha/—insolente y sinvergüenza—/el reluciente metal del hacha.

Tal vez este cerdo si responde con precisión semántica al objetivo que se tiene de caracterizar a gobernantes orientados a engordar sus egos y predios a expensas de las despensas de millones de esclavos biempensantes y modositos. Sin embargo, un día sucederá como arriba expresé y como lo narró en su magnífico cuento Julio Ramón Ribeyro Los gallinazos sin plumas: que el cerdo devorará a quien lo ha alimentado exprimiendo a su vez a otros para que le proveen el alimento. Y entonces ya no habrá nada qué hacer. Perdónenme el escepticismo. Perdónenme la precisión semántica y que me perdonen los miles de cerditos en los que hemos ahorrado devaluadas monedas desde niños, dizque para cumplir sueños. Que me perdone el cerdito Porky de la tira cómica que tanto nos divirtió. Pero este que hoy se nombra es un cerdo recargado proveniente de Rebelión en la granja.

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