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Por estos días la programación cultural de Bogotá ofrece una interesante experiencia. El curioso puede ir al Museo Nacional a ver la exposición de Pedro Nel Gómez, el más importante muralista de Colombia, y adentrarse luego por las calles del centro hasta llegar a Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria, donde se encuentra el contramonumento de Doris Salcedo: ese suelo rugoso y plomizo, elaborado por mujeres víctimas del conflicto colombiano con las armas entregadas de las Farc. Es interesante, digo, porque permite ver un linaje común entre la obra de Gómez y Salcedo. O, mejor aún, permite lanzar una nueva mirada sobre la obra de esta última, desvinculando su obra del campo de la escultura y de la instalación e inscribiéndola, más bien, en el del muralismo latinoamericano.
Primero en México, luego en el resto del continente, desde 1920 las paredes de los edificios públicos se convirtieron en pizarras donde se contaba —o se inventaba— la historia de las naciones. Especial interés pusieron los muralistas en integrar al discurso nacional a los excluidos. Indígenas, campesinos y obreros (los negros en Brasil) se revelaban en estas pinturas como parte esencial de las distintas nacionalidades. En el caso de Pedro Nel Gómez, sus murales incluyen a los obreros, a los indígenas y a los campesinos, y también el conflicto y la lucha por la forja de la nación que deja víctimas tendidas en el suelo. En los murales de Gómez abundan los cadáveres y se ve a una que otra figura doliente. Esto permite emparentar sus pinturas con las grandes obras públicas de Salcedo.
Hay diferencias, desde luego: Gómez es expresionista, Salcedo es minimalista; el paisa muestra los cuerpos que caen en medio de la lucha, la bogotana los evoca; Gómez prefiere las paredes, Salcedo los suelos; uno es narrativo, la otra es conceptual. Pero los dos son monumentales y los dos pretenden que el olvidado —la víctima— se haga visible en el relato nacional. Como muralistas, tanto Gómez como Salcedo se exponen a los vicios y virtudes del género. Quien quiere espacios públicos y apoyo institucional inevitablemente acaba pactando con el establishment y convirtiéndose en vocero de un discurso oficial. La voz del artista y la voz del poder público no tardan en confundirse y, en ocasiones, como les ocurrió a los muralistas mexicanos, la obra del primero puede ser instrumentalizada en beneficio del segundo. Ahora bien, no cabe duda de que su impacto social es potente. Por su presencia pública, por el patrocinio oficial y por la carga moral —a veces moralista— que transmiten, los murales son tema de debate público. Y tienen efectos. El más significativo, que la víctima y el excluido se hacen visibles.
En una polémica entre dos artistas mexicanos, Rufino Tamayo criticaba a David Alfaro Siqueiros por usar la miseria humana en sus murales sin plantear soluciones. “Plañidera de las tristezas sociales”, lo llamó. Y lo que para el viril Siqueiros pudo ser una ofensa, en el caso de Salcedo es un acierto descriptivo. Ella lo ha dicho: sus obras pretenden llorar a los muertos que no fueron llorados. Y es que el sufrimiento del oprimido es uno de los temas del muralismo, y hoy en día es Salcedo quien lo renueva y actualiza para mantener vivo, con sus luces y sombras, el legado de Rivera, Siqueiros y Orozco.