¿De qué me hablas, país?

Marc Hofstetter
24 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
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Esta semana, el país se paralizó con motivo de una jornada de protesta nacional. Imposible para el Gobierno voltear la mirada y hacer de cuenta que no ha pasado nada. Imposible hacer oídos sordos al tremendo cacerolazo que cerró la jornada. Pero también resulta difícil tomar mensajes concretos en medio de las manifestaciones de frustración que tienen tantos matices, tantas contradicciones. El descontento no tiene una causa ni voceros que la representen.

Los cambios sociales en una democracia se cocinan en el Congreso. El Gobierno no tiene allí mayorías ni ha armado una coalición. Si estuviéramos en un sistema parlamentario ya se habría caído. El problema no es solo de gobernabilidad sino de interlocución con la sociedad. El partido de gobierno está en un extremo del espectro político y si no se abre a gobernar con otras corrientes seguirá arrinconado.

El discurso antiproceso de paz se agotó. Llegó el partido de gobierno al poder sobre la ola de desagrado que a casi todos los colombianos nos producían las Farc, pero sobre ese odio no se gobierna. No entender eso lo llevó a malgastar el primer año intentando reformar el corazón del Acuerdo de Paz: la justicia transicional. Fracasó, poniendo de presente la enorme desconexión entre un país que trata de pasar la página y un gobierno que trata de volverla.

Esa desconexión alcanzó el clímax con los acontecimientos que llevaron a la renuncia del Ministro de Defensa: el bombardeo a un grupo de disidentes en el que murieron varios niños, información que fue ocultada durante semanas. No hubo en el Gobierno un ápice de empatía ante semejante desgracia: de allí salieron solo argumentos legales sobre el derecho que tenía a bombardear y el famoso “¿De qué me hablas, viejo?”, pronunciado por el presidente ante la insistencia de un periodista para que diera su opinión sobre el tema.

La falta de empatía, gobernar desde una esquina minoritaria del espectro político, la paranoia, las prioridades equivocadas, han encontrado un terreno fértil para la frustración social abonada por la situación laboral. Desde que comenzó el Gobierno han engrosado las listas de desempleados más de 300.000 personas, se ha perdido un número equivalente de empleos y cerca de medio millón ha salido del mercado laboral activo.

El Gobierno ha tenido una fluida conversación con los gremios y de allí han salido los esfuerzos por reducir los impuestos corporativos y por otorgar nuevas exenciones a varias actividades empresariales argumentado que ese será el motor del crecimiento. Pero nada de esto lidia con los problemas laborales y aumenta la sensación de injusticia social. Si hay espacio fiscal para reducir impuestos corporativos, ¿por qué no apostarle a reducir los costos asociados a la contratación laboral formal, estrategia que ya mostró su efectividad en el pasado? ¿Por qué centrar los cambios en los bienes de capital?

El Congreso discute la segunda ronda de la reforma tributaria. Está a tiempo el Gobierno de cambiar el enfoque a uno que se sintonice con el descontento social y no con el contentillo gremial. Pero no soy optimista. Espero, más bien, un “¿de qué me hablas, país?”

 

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