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Esta semana, como cada tanto, volvió a ponerse en primer plano el tema del abuso contra mujeres y niñas, a raíz de las altas cifras diarias, de las violaciones cometidas por miembros del Ejército y de las denuncias de un grupo de ocho mujeres contra el director de cine Ciro Guerra. Se pregunta Yolanda Ruiz, con toda razón, de dónde salen tantos violadores, pregunta que puede hacerse de otra manera: ¿qué lleva a tantos machos a convertirse en depredadores y por qué pareciera no poder detenerse esta infame cadena de violencia sexual?
Ahora se revela que el caso de la violación de la niña embera en Risaralda no es único: que también una niña nukak maku fue secuestrada el año pasado en una guarnición militar del Guaviare, donde fue vejada durante días, y que, según datos del general Zapateiro, la Fiscalía investiga a 118 uniformados por abuso sexual. ¡Qué tal la cifra! Aunque él opina que “estas son acciones individuales”, uno se pregunta qué formación se da a los miembros del Ejército colombiano cuando en sus filas hay sujetos capaces de matar a un cachorro lanzándolo por los aires, de violar a mujeres y niñas y de matar a sangre fría, en ejecuciones extrajudiciales, a muchachos inocentes, algunos con afectaciones físicas o mentales.
Acoso o violación implica siempre abuso de poder, sólo que se ejerce de distinta manera. La violación en manada, como la de los soldados, incluye una exhibición de virilidad frente a sus pares. Uno o dos desalmados toman la iniciativa y los demás se pliegan por temor a verse excluidos del “mundo de los hombres”, de no encajar en las solidaridades viriles. Que la violencia sexual se haya ejercido sobre niñas indígenas muestra, además, que estos militares desprecian las etnias minoritarias que deberían proteger y que actúan seguros de tener impunidad. Que existe casi siempre, como mostró Daniel Coronell en reciente columna.
Otro tipo de depredador sexual es el que, camuflado en el núcleo familiar o en un entorno cercano —maestros, sacerdotes—, aprovecha la confianza y el descuido para perpetrar su crimen. Muchas veces estos sujetos tienen la complicidad de madres que no quieren ver o temen denunciar, o la de testigos que, sabiendo lo que ocurre, optan por el silencio.
Y, finalmente, están los que se valen de su prestigio para abusar, seguros de que están blindados por ser ídolos públicos, como en el caso de O. J. Simpson, que puso el aparato judicial a su servicio, y que, contra todas las evidencias, logró ser absuelto por un jurado convencido de que un hombre tan famoso tenía que ser inocente. O de Diomedes Díaz, condenado por asesinato, pero aclamado por sus fanáticos a la salida de la cárcel, y con estatua erigida después de su muerte. Ninguna sanción social. Por fortuna, en Colombia empiezan a salir a la luz los nombres de estos personajes siniestros, entre los que se cuentan políticos, figuras del cine, periodistas y otros. También ellos tienen sus cómplices: los medios que echan tierra a los escándalos, los que desestiman las denuncias y los que, villanamente, ridiculizan el discurso de las víctimas o, desconociendo la fuerza destructiva del estigma y la revictimización, las acusan de no poner la cara o no declarar en un juzgado. Es que hablar es tan fácil.