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Por Isis Giraldo
Uno de los episodios más sombríos de la historia de Colombia —donde la violencia política ha sido elemento fijo y ha tomado dimensiones hiperbólicas— lo constituye el asesinato selectivo de más de 3.000 personas jóvenes, mayoritariamente hombres, todos pobres o muy pobres, que tuvo lugar a manos de las Fuerzas Armadas entre 2002 y 2010. Aunque atroces, estos crímenes se sedimentaron en el imaginario colectivo con el término “falsos positivos”, un eufemismo que ha contribuido, sin lugar a dudas, a ocultar la magnitud colosal detrás de ellos. Efectivamente, a pesar de que observadores externos —como Human Rights Watch— han calificado tales crímenes como “una de las peores atrocidades en masa ocurridas en el hemisferio occidental en décadas recientes”, medios nacionales los han degradado a un mero “escándalo” —según revista Semana— o a “episodios judicialmente complejos” —en un texto reciente de La Silla Vacía. Ya que el periodismo opera como herramienta que media y enmarca la realidad para una audiencia (la ciudadanía), no es de sorprender que los mal llamados “falsos positivos” hayan terminado por ser desdeñados por la gran mayoría de los miembros de las clases urbanas, las que eligen gobiernos, como insignificantes pies de página en la historia de Colombia.
En un artículo académico reciente ofrezco una explicación a tan extraordinaria falta de empatía hacia estos crímenes, apoyándome en los conceptos de “pedagogías/contrapedagogías de la crueldad”, de la antropóloga argentina Rita Segato. Argumento que la apatía extrema hacia esas víctimas y sus familias —cuyos continuos llamados a la justicia y a la reparación siguen cayendo en oídos sordos— deriva de una pedagogía llevada a cabo durante décadas por los medios de comunicación privados y por los aparatos del Estado que han entrenado a las clases urbanas en lo que denoto como “desensitización selectiva”. Dicha desensitización naturaliza la crueldad —de ahí lo de “pedagogía de la crueldad”— hacia lo que se conoce en el argot colombiano como “los desechables” —asumidos como ciudadanos de cuarta categoría—, mientras fomenta empatía hacia los llamados “ciudadanos de bien”.
Partiendo del supuesto de que hay consenso general respecto a la necesidad imperante de romper el ciclo interminable de violencia que azota a Colombia, propongo empezar a instaurar prácticas cuyo objetivo sea deshacer el trabajo de las pedagogías que naturalizan la crueldad hacia las poblaciones más vulnerables, tan arraigada en el país, es decir, instaurar “contrapedagogías de la crueldad”. Deseufemizar el lenguaje en los medios —usar ejecuciones extrajudiciales en vez de “falsos positivos”; corrupción en vez de “mermelada”; acusado, criminal, mafioso o corrupto en vez de “polémico”; asesinato machista en vez de “crimen pasional”, entre otros— constituiría la primera y más esencial de dichas contrapedagogías.