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Así empezamos el año, despacito y con muchos cálculos para comenzar a estirar el mercado y dedicarle un poco más de tiempo a lo que vamos a comer y a los gustos que vamos a elegir para consentirnos.
Empiezan los cursos, tutoriales y recetas de las amigas y mamás a circular por cuanto chat tiene uno en el teléfono, pero todos ahora con un resaltado espantoso que dice “no usar sal”.
Las abuelas siempre con angustia decían que todo en la casa se podía terminar menos la sal. Sin sal llegaban las vacas flacas, según ellas, no había nada peor que unos huevos sin sal y creían que seguro la familia perdía también su “sabor” y alegría si esta faltaba en casa. ¡Y para mí no hay nada más cierto en la vida! Sin sal todo se vuelve insípido, sin sabor y, peor aún, muy aburrido. Entendibles todos los esfuerzos que hacen médicos, gremios y científicos en mesurar el consumo de sal y su uso en la preparación de alimentos. Y hay que aclarar que caso aparte es el de quienes deben retirarla de su alimentación por temas médicos, eso es otro asunto.
Sin embargo, no me digan que el arroz o la pasta sin sal no son espantosos. Todo en exceso suele ser perjudicial, pero lo básico en la cocina es una pizca de sal que sea la alegría de la mesa. Hoy en día, además, hay hasta sal reducida en sodio, entonces cuál es el afán de quitarle a la comida la esencia de la sal. Seamos serios, pedir un salero en un restaurante es síntoma de que a la comida le quedó faltando un no sé qué, no sé dónde; en la casa siempre van a preguntar si uno está triste cuando la comida llega insípida; el punto medio, como en todo, es lo fundamental.
El hábito no es comer sin sal, es aprender a moderar el consumo, tanto por no dejar la comida triste como por temas de salud. Prefiero mil veces una buena pasta al burro con queso y sal, que un plato perfecto el cual en el primer mordisco me desenamora. ¡Pónganle salero, pónganle sabor! Que la vida es una y la alegría nunca se debe perder y menos en la comida.
Hoy quiero recomendarles Il Tinello, un restaurante que lleva ya varios años en la Calle de los Anticuarios, al norte de Bogotá. Un clásico de la cocina italiana que ha sabido reinventarse manteniendo siempre una carta impecable. En medio de su nueva decoración me reenamoré del restaurante; una noche de vinos, un piano de cola hermoso con buena música y unas frescas y magníficas entradas me sorprendieron con su ya clásico tagliatelle al parmesano. Todo el ritual de terminar el plato entre una gran pieza de reggiano, mezclándolo con unas deliciosas cuñas de ese maravilloso queso italiano, una pizca de sal y mucho amor les asegura una velada perfecta.