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Es curioso que la rueda haya sido inventada hace más de 4.500 años y que en cambio la bicicleta esté cumpliendo apenas dos siglos. Se celebran tantos aniversarios tontos y en cambio casi nadie ha celebrado los 200 años de esta máquina mágica, la más económica en términos de gasto energético y espacio recorrido, y el medio de transporte ideal para un planeta enfermo de fiebre. Pero al mismo tiempo es normal que a nadie se le hubiera ocurrido inventar por tanto tiempo la bicicleta, ya que pocas cosas resultan más contra intuitivas que el milagro del equilibrio sobre dos ruedas.
Paradójicamente, la bicicleta se inventó para contrarrestar los efectos de un cambio climático repentino, pero opuesto al que hoy estamos sufriendo. En 1815 ocurrió la más grande erupción de que se tenga noticia. El volcán Tambora, en Indonesia, arrojó a la atmósfera millones de toneladas de polvo y ceniza durante varios meses. La ceniza suspendida en el aire veló los rayos del sol durante años y sus peores efectos se sintieron en el verano siguiente. En 1816 no hubo verano en Europa; cayeron nevadas en junio y los campos se helaron en julio. Las cosechas se perdieron, no había pasto y a finales de año empezó la hambruna; había que decidir entre alimentarse o alimentar a los caballos. Los precios del forraje eran estratosféricos y miles de caballos se murieron de hambre.
Esta extraña crisis climática tuvo efectos en el arte: los extraordinarios colores del atardecer en Inglaterra (ocasionados también por el polvo suspendido) produjeron los increíbles paisajes de Turner. Como cuenta William Ospina en una novela apasionante, El año del verano que nunca llegó, esta alteración también tuvo efectos en la literatura: como no podían salir de la casa, por el frío extremo, un grupo de veraneantes frente al lago de Ginebra, por sugerencia de Byron, decidieron inventar cuentos de horror: allí Mary Shelley concibió a Frankestein y John Polidori a Drácula.
Un efecto menos conocido de aquel año sin verano fue que la mortandad de caballos en Alemania produjo una crisis inevitable en el transporte a lomo de caballo o en diligencias. La necesidad agudiza el ingenio. Un joven alemán, el barón Karl von Drais, se imaginó y produjo un vehículo para reemplazar los caballos: “¡En vez de cuatro cascos, dos ruedas!”, según escribió Hans-Erhard Lessing, profesor de historia de la técnica y experto en el origen de la bicicleta. Nacía así, en 1817, hace 200 años, la draisina o velocípedo, fabricado en madera, que se movía impulsado por zancadas simultáneas o consecutivas de las dos piernas. Drais patentó su invento y empezó a exportar velocípedos a Francia, con tan buena o tan mala suerte que su aparato empezó a ser imitado (y mejorado) por los carreteros, sin ningún respeto por los derechos de autor. La piratería generalizada es el primer síntoma de que ciertos inventos tienen un éxito que los tribunales no pueden detener.
Y ocurrió algo inesperado: los dueños de velocípedos notaron que cuando cogían velocidad en las bajadas podían mantener el equilibrio sin apoyar los pies en el suelo. Así a las draisinas les nacieron estribos que eran ya el anuncio de los pedales. Pasaron 40 años y se inventó el biciclo, es decir el velocípedo de pedales, los cuales actuaban sobre una de las ruedas. Dunlop desarrolló el neumático para mejorar el triciclo de su hijo y no se sabe quién inventó el mecanismo de la cadena aplicada a dos piñones de hierro. Así, hace apenas 130 años se llegó a las primeras bicicletas modernas.
Hoy en día las ciudades más ecológicas e innovadoras del mundo se mueven en bicicleta, bien sea privada, o en ciclas compartidas provistas por los municipios. Se las promueve y protege. Un ejercicio sano para el cuerpo, excelente para la movilidad y conveniente para el planeta. Colombia, una potencia mundial en ciclismo, tendría que ser también un ejemplo para el mundo de la movilidad en esta máquina perfecta: la bicicleta.