Andan sueltos los jinetes de la muerte
Sin entrar en el reconocimiento político, existen salidas jurídicas dignas para que las bacrim encuentren atractivo un sometimiento a la justicia, sin menosprecio de las víctimas.
El Espectador
Cuando la casa se alista para una fiesta de paz y reconciliación —el proceso con las Farc, a pesar de los naturales tropiezos de las fases finales, se acerca a un final promisorio y el Eln se ha sumado al propósito de un fin negociado del conflicto—, los jinetes de la muerte salen de sus escondrijos para darle al país, con el poder de sus armas, un baño de realidad. La influencia criminal allí en las regiones donde se ha de —y se tiene que— implementar esa paz territorial que se viene diseñando con cuidado nos demuestra en estas fases finales que el camino es más tortuoso de lo que a veces creemos y que si no se toman en serio los muros de contención que siguen firmes en contra de la paz, esta oportunidad única para Colombia se puede diluir en la persistencia de la violencia.
Las alarmas comenzaron hace ya varios meses con las noticias de asesinatos selectivos de defensores de derechos humanos, activistas de tierras y, en general, líderes de izquierda afines al proceso de paz en diferentes regiones del país. En las últimas semanas creció la cifra. Aída Avella, presidenta de la Unión Patriótica, habló el mes pasado de “un plan de exterminio”, similar al que vivió su partido en el pasado. La idea de un resurgimiento del paramilitarismo asomó como una realidad insistente. El Gobierno Nacional la desestimó y caracterizó estas muertes como producto de la delincuencia organizada sin un propósito político. El paramilitarismo, es su tesis, ya no existe. La ONU no tragó tan entero e inició un seguimiento a esos asesinatos, no sin antes advertir, en boca de su alto comisionado para los Derechos Humanos, Todd Howland, que “casi la mitad de estas personas están relacionadas con el Partido Comunista, la Marcha Patriótica o la UP”. Demasiada coincidencia.
Con esa sombra sobre la eventualidad del posconflicto en las regiones, llegó esta semana el anunciado —con buen tiempo, por demás— paro armado convocado por la mayor banda criminal del país, el clan Úsuga, en Antioquia, Córdoba, Cesar y Bolívar, a la par con un “plan pistola” contra la Policía, que desde hace más de un año lidera la operación Agamenón en su contra en el Urabá. Las interpretaciones han ido desde una reacción a los golpes de la Fuerza Pública hasta un intento de que sean incluidos en una negociación política. Su caracterización como una “organización con dominio territorial, unidad de mando y operaciones militares continuadas” sustenta esta última visión.
Con todo, es inevitable ligar esta muestra de poder con el futuro del proceso de paz. Porque, por más partes oficiales de tranquilidad y la promesa de mayores acciones, el hecho cierto es que el temor de la población expresado en su estoica obediencia y la discreta reacción estatal a pesar del anuncio con tiempo son muestra del poder efectivo con que cuentan estos criminales en esas regiones. Si así es después de más de un año de escuchar reportes de “contundentes” éxitos en la operación Agamenón, quiere decir que este es un actor poderoso y fundamental para el futuro de la paz.
Todo lo cual exige una respuesta del Estado mucho más activa, estratégica y acorde al tamaño de la amenaza. Ha hecho bien el presidente Santos en cortar de tajo la posibilidad de un tratamiento político en una posible salida negociada. La paz no puede ser excusa para que cualquier criminal se sienta con derechos a disfrazar sus acciones de política. Pero seguir mirando de soslayo esta realidad es poner en peligro la paz posible. Claro, hay que seguir y profundizar la persecución con las fuerzas estatales —aunque no sobra un examen profundo de los nexos que parecen seguir existiendo entre ellas y estos hijos del paramilitarismo—. También, sin entrar en el reconocimiento político, existen salidas jurídicas dignas para hacer atractivo un sometimiento a la justicia, sin menosprecio de las víctimas. Pero sobre todo, el Gobierno debe entender que su paz territorial está en juego y no depende solamente de firmar con la guerrilla e implementar unos proyectos de posconflicto en las regiones. Los jinetes de la muerte siguen sueltos y tratarán de impedirlo.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
Cuando la casa se alista para una fiesta de paz y reconciliación —el proceso con las Farc, a pesar de los naturales tropiezos de las fases finales, se acerca a un final promisorio y el Eln se ha sumado al propósito de un fin negociado del conflicto—, los jinetes de la muerte salen de sus escondrijos para darle al país, con el poder de sus armas, un baño de realidad. La influencia criminal allí en las regiones donde se ha de —y se tiene que— implementar esa paz territorial que se viene diseñando con cuidado nos demuestra en estas fases finales que el camino es más tortuoso de lo que a veces creemos y que si no se toman en serio los muros de contención que siguen firmes en contra de la paz, esta oportunidad única para Colombia se puede diluir en la persistencia de la violencia.
Las alarmas comenzaron hace ya varios meses con las noticias de asesinatos selectivos de defensores de derechos humanos, activistas de tierras y, en general, líderes de izquierda afines al proceso de paz en diferentes regiones del país. En las últimas semanas creció la cifra. Aída Avella, presidenta de la Unión Patriótica, habló el mes pasado de “un plan de exterminio”, similar al que vivió su partido en el pasado. La idea de un resurgimiento del paramilitarismo asomó como una realidad insistente. El Gobierno Nacional la desestimó y caracterizó estas muertes como producto de la delincuencia organizada sin un propósito político. El paramilitarismo, es su tesis, ya no existe. La ONU no tragó tan entero e inició un seguimiento a esos asesinatos, no sin antes advertir, en boca de su alto comisionado para los Derechos Humanos, Todd Howland, que “casi la mitad de estas personas están relacionadas con el Partido Comunista, la Marcha Patriótica o la UP”. Demasiada coincidencia.
Con esa sombra sobre la eventualidad del posconflicto en las regiones, llegó esta semana el anunciado —con buen tiempo, por demás— paro armado convocado por la mayor banda criminal del país, el clan Úsuga, en Antioquia, Córdoba, Cesar y Bolívar, a la par con un “plan pistola” contra la Policía, que desde hace más de un año lidera la operación Agamenón en su contra en el Urabá. Las interpretaciones han ido desde una reacción a los golpes de la Fuerza Pública hasta un intento de que sean incluidos en una negociación política. Su caracterización como una “organización con dominio territorial, unidad de mando y operaciones militares continuadas” sustenta esta última visión.
Con todo, es inevitable ligar esta muestra de poder con el futuro del proceso de paz. Porque, por más partes oficiales de tranquilidad y la promesa de mayores acciones, el hecho cierto es que el temor de la población expresado en su estoica obediencia y la discreta reacción estatal a pesar del anuncio con tiempo son muestra del poder efectivo con que cuentan estos criminales en esas regiones. Si así es después de más de un año de escuchar reportes de “contundentes” éxitos en la operación Agamenón, quiere decir que este es un actor poderoso y fundamental para el futuro de la paz.
Todo lo cual exige una respuesta del Estado mucho más activa, estratégica y acorde al tamaño de la amenaza. Ha hecho bien el presidente Santos en cortar de tajo la posibilidad de un tratamiento político en una posible salida negociada. La paz no puede ser excusa para que cualquier criminal se sienta con derechos a disfrazar sus acciones de política. Pero seguir mirando de soslayo esta realidad es poner en peligro la paz posible. Claro, hay que seguir y profundizar la persecución con las fuerzas estatales —aunque no sobra un examen profundo de los nexos que parecen seguir existiendo entre ellas y estos hijos del paramilitarismo—. También, sin entrar en el reconocimiento político, existen salidas jurídicas dignas para hacer atractivo un sometimiento a la justicia, sin menosprecio de las víctimas. Pero sobre todo, el Gobierno debe entender que su paz territorial está en juego y no depende solamente de firmar con la guerrilla e implementar unos proyectos de posconflicto en las regiones. Los jinetes de la muerte siguen sueltos y tratarán de impedirlo.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.