Democracia más allá de la aritmética
CON LA APROBACIÓN A MITAD DE SEmana del referendo por parte de la bancada de Gobierno en la Comisión Primera del Senado tras una efímera escaramuza que, por si las moscas, produjo la presentación de un proyecto de acto legislativo en el mismo sentido, ha quedado despejado el panorama de la pretendida segunda reelección inmediata del presidente Álvaro Uribe.
El Espectador
Más allá de las discusiones de coyuntura o de las probabilidades de que en la plenaria, luego en la Corte Constitucional o ya en las urnas corra diferente suerte, la inminencia de una nueva enmienda a la Constitución en la mera mecánica electoral exige una mirada a fondo sobre el efecto nocivo que tendrá para la suerte de Colombia una medida de esa naturaleza.
Las constituciones contienen los consensos mínimos sobre los cuales descansa el funcionamiento de la sociedad. Por eso se conciben como instrumentos que exigen cierto grado de permanencia y, sobre todo, un elevado nivel que se sobrepone a las vicisitudes del momento. No son libros de anaquel, ni normativas reglamentarias que se acomodan a los deseos de los poderosos de turno, ni elementos fungibles al vaivén de los vientos políticos.
En el caso colombiano, además, de vieja data han funcionado como verdaderos tratados de paz. En particular, la actual Constitución fue fruto de consensos esenciales para aclimatar un Estado Social de Derecho y buscar, por ese camino, la paz. De hecho, varios movimientos guerrilleros entregaron las armas y se incorporaron auténticamente al proceso democrático.
Modificar, entonces, la Constitución que tanto trabajo ha costado ensamblar, para prolongar el período del presidente en ejercicio, no sólo implica una ruptura de gravísimas consecuencias —muchas de las cuales han quedado evidenciadas ya con la primera reelección de Álvaro Uribe—, sino además una grave cuestión de ética política que pesará de manera indeleble sobre los hombros del Primer Mandatario y de quienes lo acompañan, soberbios, en ese propósito.
No huelga repetir una vez más las consecuencias: se desequilibran en profundidad los delicados mecanismos de relojería que, a fuerza de limitar los poderes, son parte de la esencia irrevocable del Estado de Derecho. Pero aún más grave, se regresa a la vieja idea —que creíamos derrotada— de que quien gana, lo arrebata todo. Porque de manera abrupta, o casi imperceptible, se van eliminando esferas pluralistas que exigían la coexistencia de diversos poderes. Es el triunfo electoral como patente de corso en un macabro juego de todo o nada.
Pero además hay una cuestión ética. Esta iniciativa emite una muy pobre lección pedagógica: que las reglas se pueden romper en medio de su aplicación y que quien las rompe sale ganador. Esta será una nefasta enseñanza para los colombianos actuales y futuros, que ahondarán más y con mayores argumentos la idea difusa de que las leyes nacen para ser violadas y que el aprovechador es el que sale adelante.
La alta popularidad del Presidente es innegable y absolutamente respetable. Pero ella no agota la noción de democracia, que para ser viva necesita de las corazas protectoras que hoy se ven amenazadas en el país. Solamente el acatamiento voluntario del corazón del Estado de Derecho, dentro del cual se ubican, en sitio privilegiado, las reglas sobre el manejo balanceado y la entrega del poder político, permite la inclusión de todos en un único propósito de país. Lo otro es poner nuestro futuro institucional en manos de la aritmética y la estadística.
Más allá de las discusiones de coyuntura o de las probabilidades de que en la plenaria, luego en la Corte Constitucional o ya en las urnas corra diferente suerte, la inminencia de una nueva enmienda a la Constitución en la mera mecánica electoral exige una mirada a fondo sobre el efecto nocivo que tendrá para la suerte de Colombia una medida de esa naturaleza.
Las constituciones contienen los consensos mínimos sobre los cuales descansa el funcionamiento de la sociedad. Por eso se conciben como instrumentos que exigen cierto grado de permanencia y, sobre todo, un elevado nivel que se sobrepone a las vicisitudes del momento. No son libros de anaquel, ni normativas reglamentarias que se acomodan a los deseos de los poderosos de turno, ni elementos fungibles al vaivén de los vientos políticos.
En el caso colombiano, además, de vieja data han funcionado como verdaderos tratados de paz. En particular, la actual Constitución fue fruto de consensos esenciales para aclimatar un Estado Social de Derecho y buscar, por ese camino, la paz. De hecho, varios movimientos guerrilleros entregaron las armas y se incorporaron auténticamente al proceso democrático.
Modificar, entonces, la Constitución que tanto trabajo ha costado ensamblar, para prolongar el período del presidente en ejercicio, no sólo implica una ruptura de gravísimas consecuencias —muchas de las cuales han quedado evidenciadas ya con la primera reelección de Álvaro Uribe—, sino además una grave cuestión de ética política que pesará de manera indeleble sobre los hombros del Primer Mandatario y de quienes lo acompañan, soberbios, en ese propósito.
No huelga repetir una vez más las consecuencias: se desequilibran en profundidad los delicados mecanismos de relojería que, a fuerza de limitar los poderes, son parte de la esencia irrevocable del Estado de Derecho. Pero aún más grave, se regresa a la vieja idea —que creíamos derrotada— de que quien gana, lo arrebata todo. Porque de manera abrupta, o casi imperceptible, se van eliminando esferas pluralistas que exigían la coexistencia de diversos poderes. Es el triunfo electoral como patente de corso en un macabro juego de todo o nada.
Pero además hay una cuestión ética. Esta iniciativa emite una muy pobre lección pedagógica: que las reglas se pueden romper en medio de su aplicación y que quien las rompe sale ganador. Esta será una nefasta enseñanza para los colombianos actuales y futuros, que ahondarán más y con mayores argumentos la idea difusa de que las leyes nacen para ser violadas y que el aprovechador es el que sale adelante.
La alta popularidad del Presidente es innegable y absolutamente respetable. Pero ella no agota la noción de democracia, que para ser viva necesita de las corazas protectoras que hoy se ven amenazadas en el país. Solamente el acatamiento voluntario del corazón del Estado de Derecho, dentro del cual se ubican, en sitio privilegiado, las reglas sobre el manejo balanceado y la entrega del poder político, permite la inclusión de todos en un único propósito de país. Lo otro es poner nuestro futuro institucional en manos de la aritmética y la estadística.