Los desaparecidos de Soacha
LA DESTITUCIÓN DE LOS CORONEles Santiago Herrera Fajardo, jefe de Estado Mayor de la Quinta Brigada; Rubén Darío Castro Gómez, comandante de la Brigada Móvil 15, y Gabriel Rincón Amado, jefe de operaciones de la misma unidad, por su presunta participación en la desaparición de los 11 jóvenes de Soacha que fueron encontrados muertos en Ocaña y reportados por el Ejército como dados de baja en combate, ha ocasionado justificadas reacciones de repudio entre la opinión pública.
El Espectador
Recién se conoció la atroz noticia, y ante las dudas que generó el hecho de que los jóvenes hubiesen muerto en Santander poco tiempo después de haber dejado Cundinamarca, la insistente hipótesis oficial fue la del reclutamiento forzado por parte de los grupos armados ilegales. El propio presidente Uribe sostuvo que, si bien la Fiscalía no había establecido si la muerte de los jóvenes se dio efectivamente en un enfrentamiento, con seguridad fueron reclutados con fines criminales y “no salieron con el propósito de trabajar o recoger café”.
Ahora, cuando las investigaciones han avanzado y todo indica que estamos ante un caso de “falsos positivos”, la situación y el tono de las declaraciones oficiales han dado, por fortuna, un vuelco de 180 grados. El ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, advirtió que habrá “cero tolerancia con cualquier comportamiento (de la Fuerza Pública ) que no esté ajustado al respeto por los derechos humanos”. Hace pocos días, y después de que se supiera de la destitución de los coroneles, el comandante del Ejército, general Mario Montoya, admitió que “existen serios indicios de presunta participación de miembros del Ejército Nacional en actos que comprometen seriamente el honor militar y la rectitud”. Y el propio Presidente de la República pidió que se aplique la máxima pena a los oficiales comprometidos y, en su entrevista de ayer con Darío Arizmendi, mandó un mensaje que ojalá hayan escuchado todos en las filas: “el interés del Gobierno no es dar de baja a guerrilleros... gozamos mucho más con un rescate como el del doctor Lizcano, donde él llegó ileso y llegó ileso el guerrillero, que con un rescate en el cual hubiera salido ileso el doctor Lizcano y se hubiera tenido que dar de baja al guerrillero”.
Entre tanto, más de cien casos de desapariciones, en nueve regiones diferentes, han sido denunciados por los medios de comunicación. El modus operandi es siempre el mismo: reclutadores que ofrecen dinero, terceros que dan fe de haberlos visto rondando parques y casas, familias que reciben cuerpos y piden explicaciones, y jóvenes asesinados, en general marcados por la falta de oportunidades y la pobreza. Vale decir, según los casos que se han conocido, habitantes de la calle, drogadictos y enfermos mentales.
Si bien el discurso oficial se ha endurecido frente a tan flagrante violación de los derechos humanos, seguimos sin hacer una reflexión de fondo sobre el sentido de tan macabras acciones. El testimonio, dado a conocer por la revista Semana, de un soldado contraguerrilla del Batallón de Infantería Nº 31, que opera en Córdoba, quien presenció el asesinato de su propio hermano, a quien los altos mandos hicieron pasar por guerrillero muerto en combate para ganar unos días de vacaciones, es ilustrativo de hasta dónde hemos llegado. La vida misma del colombiano parece haber perdido sentido en medio de la rutinización de una guerra que se asegura vamos ganando, al tiempo que altos oficiales del Ejército son primero condecorados y después señalados de ser las manzanas podridas de la institución. Por lo demás, nadie se pregunta por las circunstancias sociales que mueven a que los jóvenes hayan sido enganchados en un grupo al margen de la ley.
Parecería el momento para detener la carrera enloquecida de la muerte y la degradación y encontrar un camino más humano juntos. En este punto ya no parece suficiente pedir solamente, y otra vez, que se juzgue a los responsables.
Recién se conoció la atroz noticia, y ante las dudas que generó el hecho de que los jóvenes hubiesen muerto en Santander poco tiempo después de haber dejado Cundinamarca, la insistente hipótesis oficial fue la del reclutamiento forzado por parte de los grupos armados ilegales. El propio presidente Uribe sostuvo que, si bien la Fiscalía no había establecido si la muerte de los jóvenes se dio efectivamente en un enfrentamiento, con seguridad fueron reclutados con fines criminales y “no salieron con el propósito de trabajar o recoger café”.
Ahora, cuando las investigaciones han avanzado y todo indica que estamos ante un caso de “falsos positivos”, la situación y el tono de las declaraciones oficiales han dado, por fortuna, un vuelco de 180 grados. El ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, advirtió que habrá “cero tolerancia con cualquier comportamiento (de la Fuerza Pública ) que no esté ajustado al respeto por los derechos humanos”. Hace pocos días, y después de que se supiera de la destitución de los coroneles, el comandante del Ejército, general Mario Montoya, admitió que “existen serios indicios de presunta participación de miembros del Ejército Nacional en actos que comprometen seriamente el honor militar y la rectitud”. Y el propio Presidente de la República pidió que se aplique la máxima pena a los oficiales comprometidos y, en su entrevista de ayer con Darío Arizmendi, mandó un mensaje que ojalá hayan escuchado todos en las filas: “el interés del Gobierno no es dar de baja a guerrilleros... gozamos mucho más con un rescate como el del doctor Lizcano, donde él llegó ileso y llegó ileso el guerrillero, que con un rescate en el cual hubiera salido ileso el doctor Lizcano y se hubiera tenido que dar de baja al guerrillero”.
Entre tanto, más de cien casos de desapariciones, en nueve regiones diferentes, han sido denunciados por los medios de comunicación. El modus operandi es siempre el mismo: reclutadores que ofrecen dinero, terceros que dan fe de haberlos visto rondando parques y casas, familias que reciben cuerpos y piden explicaciones, y jóvenes asesinados, en general marcados por la falta de oportunidades y la pobreza. Vale decir, según los casos que se han conocido, habitantes de la calle, drogadictos y enfermos mentales.
Si bien el discurso oficial se ha endurecido frente a tan flagrante violación de los derechos humanos, seguimos sin hacer una reflexión de fondo sobre el sentido de tan macabras acciones. El testimonio, dado a conocer por la revista Semana, de un soldado contraguerrilla del Batallón de Infantería Nº 31, que opera en Córdoba, quien presenció el asesinato de su propio hermano, a quien los altos mandos hicieron pasar por guerrillero muerto en combate para ganar unos días de vacaciones, es ilustrativo de hasta dónde hemos llegado. La vida misma del colombiano parece haber perdido sentido en medio de la rutinización de una guerra que se asegura vamos ganando, al tiempo que altos oficiales del Ejército son primero condecorados y después señalados de ser las manzanas podridas de la institución. Por lo demás, nadie se pregunta por las circunstancias sociales que mueven a que los jóvenes hayan sido enganchados en un grupo al margen de la ley.
Parecería el momento para detener la carrera enloquecida de la muerte y la degradación y encontrar un camino más humano juntos. En este punto ya no parece suficiente pedir solamente, y otra vez, que se juzgue a los responsables.