Avances
El viernes de la semana pasada, en la tarde, las delegaciones conjuntas de Gobierno y Farc en La Habana, Cuba, anunciaron al país que su acuerdo en el tema de drogas ilícitas llegó a buen puerto.
El Espectador
El viernes de la semana pasada, en la tarde, las delegaciones conjuntas de Gobierno y Farc en La Habana, Cuba, anunciaron al país que su acuerdo en el tema de drogas ilícitas llegó a buen puerto. El cuarto de la agenda (y el tercero en discusión, como bien lo dicta el camino de la lógica) llegó a su final.
Una vez más, y como ya nos tienen acostumbrados en este hermético proceso de paz, el acuerdo es, realmente, un conjunto de declaraciones muy parecido, en su forma, que no en su contenido, a los demás a los que se ha llegado. Puntos que, a ojo de un observador crítico que espere asuntos específicos (políticas precisas a desarrollar o grandes pasos dentro de un Estado), no suenan a nada, o al menos no a gran cosa: un programa de sustitución manual de cultivos y desarrollo alternativo, un enfoque de salud pública para el consumo, intensificación de la lucha contra las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico y el compromiso de las Farc a nunca más relacionarse con ese fenómeno. Eso, en resumen. Lo dicho: si no nada, por lo menos no gran cosa.
Cierto es que los puntos son generales y abstractos. Y cierto es, también, que mucho de lo que allí se dice y se nombra podría hacerse sin tener que montar un proceso de paz y su parafernalia entera que ocupa a los medios. Pero ese es el punto, justamente: lo que se acuerda aquí se pacta con las Farc, una guerrilla que lleva medio siglo dando bala en el monte y que, lo hemos visto, ha estado en el centro del negocio de las drogas ilícitas y su control en muchas regiones del país. Acordar puntos, así estos estén sumidos en la nebulosa vaguedad de sus propios postulados, es un paso. Y grande. Entre líneas está todo lo demás: los negocios y las rutas, los nombres y la erradicación manual, el castigo y la enmienda.
Llegados a este punto, y con la salvedad de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, el Estado colombiano está a dos pasos de lograr un acuerdo definitivo: resolver los puntos del fin del conflicto y de reparación a sus víctimas, que son los que hace falta discutir. Tres, de hecho: lo último es la refrendación popular. El acto ciudadano que blindará de legitimidad esta negociación y que permitirá, por fin, que se acabe una guerra de medio siglo. Este punto, frente a lo secreto de los diálogos, se nos hace, acaso, el más importante. Ese es el momento final en que se destaparán las cartas y en el que sabremos muy bien cuál va a ser (al menos en teoría, algo tan importante en este país de leyes) el país de posconflicto en el que vamos a vivir los colombianos. Las situaciones reales y específicas por las que tendrán que pasar los guerrilleros, y las concesiones y cambios que tendrá que implementar el gobierno de turno.
Por eso será fundamental, también, el rol del Consejo Nacional de Paz, convocado para el próximo 26 de mayo. Será, esperamos, un órgano amplio, diverso, con capacidad consultiva ante la mesa de negociaciones, que servirá para acercar al proceso de paz las distintas comunidades que en este país existen. Y, por medio de él, lograr también la ambientación para todo el mecanismo ciudadano que dará aval a lo acordado.
Pese a la vaguedad, el proceso avanza. Ya tendremos tiempo de juzgarlo por fuera de su hermetismo. Ya tendremos tiempo de calificarlo cuando las cartas se repartan a juego abierto. Y, ya que quedan los últimos dos puntos, pedimos con franqueza que se discuta lo que no ha estado en los discursos: el elemento de la justicia. Ese esquivo punto que aún no se ha tocado, pero que, en lo que tiene que ver con el “fin del conflicto” y “las víctimas”, debe tener protagonismo radical. ¿Soñamos?
El viernes de la semana pasada, en la tarde, las delegaciones conjuntas de Gobierno y Farc en La Habana, Cuba, anunciaron al país que su acuerdo en el tema de drogas ilícitas llegó a buen puerto. El cuarto de la agenda (y el tercero en discusión, como bien lo dicta el camino de la lógica) llegó a su final.
Una vez más, y como ya nos tienen acostumbrados en este hermético proceso de paz, el acuerdo es, realmente, un conjunto de declaraciones muy parecido, en su forma, que no en su contenido, a los demás a los que se ha llegado. Puntos que, a ojo de un observador crítico que espere asuntos específicos (políticas precisas a desarrollar o grandes pasos dentro de un Estado), no suenan a nada, o al menos no a gran cosa: un programa de sustitución manual de cultivos y desarrollo alternativo, un enfoque de salud pública para el consumo, intensificación de la lucha contra las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico y el compromiso de las Farc a nunca más relacionarse con ese fenómeno. Eso, en resumen. Lo dicho: si no nada, por lo menos no gran cosa.
Cierto es que los puntos son generales y abstractos. Y cierto es, también, que mucho de lo que allí se dice y se nombra podría hacerse sin tener que montar un proceso de paz y su parafernalia entera que ocupa a los medios. Pero ese es el punto, justamente: lo que se acuerda aquí se pacta con las Farc, una guerrilla que lleva medio siglo dando bala en el monte y que, lo hemos visto, ha estado en el centro del negocio de las drogas ilícitas y su control en muchas regiones del país. Acordar puntos, así estos estén sumidos en la nebulosa vaguedad de sus propios postulados, es un paso. Y grande. Entre líneas está todo lo demás: los negocios y las rutas, los nombres y la erradicación manual, el castigo y la enmienda.
Llegados a este punto, y con la salvedad de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, el Estado colombiano está a dos pasos de lograr un acuerdo definitivo: resolver los puntos del fin del conflicto y de reparación a sus víctimas, que son los que hace falta discutir. Tres, de hecho: lo último es la refrendación popular. El acto ciudadano que blindará de legitimidad esta negociación y que permitirá, por fin, que se acabe una guerra de medio siglo. Este punto, frente a lo secreto de los diálogos, se nos hace, acaso, el más importante. Ese es el momento final en que se destaparán las cartas y en el que sabremos muy bien cuál va a ser (al menos en teoría, algo tan importante en este país de leyes) el país de posconflicto en el que vamos a vivir los colombianos. Las situaciones reales y específicas por las que tendrán que pasar los guerrilleros, y las concesiones y cambios que tendrá que implementar el gobierno de turno.
Por eso será fundamental, también, el rol del Consejo Nacional de Paz, convocado para el próximo 26 de mayo. Será, esperamos, un órgano amplio, diverso, con capacidad consultiva ante la mesa de negociaciones, que servirá para acercar al proceso de paz las distintas comunidades que en este país existen. Y, por medio de él, lograr también la ambientación para todo el mecanismo ciudadano que dará aval a lo acordado.
Pese a la vaguedad, el proceso avanza. Ya tendremos tiempo de juzgarlo por fuera de su hermetismo. Ya tendremos tiempo de calificarlo cuando las cartas se repartan a juego abierto. Y, ya que quedan los últimos dos puntos, pedimos con franqueza que se discuta lo que no ha estado en los discursos: el elemento de la justicia. Ese esquivo punto que aún no se ha tocado, pero que, en lo que tiene que ver con el “fin del conflicto” y “las víctimas”, debe tener protagonismo radical. ¿Soñamos?