Chile se enfrenta a sus peores fantasmas
El Espectador
Santiago de Chile vive una situación similar a la que tuvo Quito hace una semana. La decisión de subir el pasaje del metro generó manifestaciones callejeras, que se tornaron en violentas protestas que han terminado en actos de vandalismo y saqueos a pesar del toque de queda en la capital. Once muertos, entre ellos un colombiano, decenas de heridos y cientos de detenidos son el doloroso saldo de los enfrenamientos. Las causas de fondo y la forma en que el presidente ha manejado la situación le han generado fuertes críticas.
Sebastián Piñera se demoró en dar un paso atrás ante las primeras manifestaciones para derogar el controversial decreto. A pesar de las severas medidas de seguridad adoptadas, los hechos de vandalismo continuaron con decenas de comercios saqueados, entre ellos supermercados, así como la propia red del metro. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”, manifestó Piñera con una expresión que ha sido considerada desafortunada, dando a entender que detrás de los últimos acontecimientos se esconde una organización criminal con un alto grado de “organización y logística”. Como hecho paradójico, el general Javier Iturriaga, jefe de la Defensa Nacional, dijo ser “un hombre feliz y la verdad no estoy en guerra con nadie”. Los militares no habían sido sacados a las calles desde la dictadura de Pinochet, lo que aumentó la furia de quienes protestaban. El gobierno debe garantizar la estabilidad y el orden mediante el uso legítimo de la fuerza, pero al mismo tiempo tiene la obligación de respetar los derechos humanos.
La acusación del presidente, a pesar de no precisar cuál es la organización criminal detrás de la violencia, parece dirigida a la intromisión de Maduro en las recientes protestas. Recientemente el gobierno de Colombia, luego el de Ecuador y ahora el de Chile han hecho señalamientos similares, los cuales han sido avalados por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien considera que La Habana también tiene una responsabilidad en estos actos violentos. Esta hipótesis, que no se puede descartar a priori, debería ser sustentada con pruebas y hechos que demuestren las responsabilidades adjudicadas a la dictadura venezolana. Lo cierto es que quienes han protestado de manera pacífica no pueden equipararse con aquellos que destruyen oficinas públicas, como en el caso del Icetex en Bogotá, la Contraloría en Quito o el metro de Santiago, por citar algunos ejemplos.
Las críticas internas no se han hecho de esperar. El senador Ricardo Lagos Weber, hijo del expresidente Ricardo Lagos, fue muy directo: “Presidente, (…) ¡no asuste a la ciudadanía! No estamos en guerra. Enfrentamos una crisis política, mal manejada por el gobierno, cuyo tema de fondo es la desigualdad. Estas declaraciones no ayudan a crear un clima de entendimiento”. No le falta razón. Chile es un país que, a pesar de su prosperidad económica, mantiene una grave situación de desigualdad social que ha terminado por aflorar en estos días. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), “el 1 % más adinerado del país se quedó con el 26,5 % de la riqueza en 2017, mientras que el 50 % de los hogares de menores ingresos accedió solo al 2,1 % de la riqueza neta del país”. Las expectativas generadas por el gobierno de Piñera no han sido satisfechas y no es la primera vez que los estudiantes se movilizan. Lo hicieron contra el primer gobierno de Piñera, así como contra el de Michel Bachelet.
De momento, el jefe de Estado intenta retomar el control de la situación, a pesar de que se le ha salido de las manos. Siempre se puede acudir a actores sociales como la Iglesia u organismos internacionales para que entren a mediar de inmediato entre las partes. Se debe judicializar a quienes han promovido la violencia, pero al mismo tiempo atender los problemas que subyacen bajo la punta del iceberg del descontento social.
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Santiago de Chile vive una situación similar a la que tuvo Quito hace una semana. La decisión de subir el pasaje del metro generó manifestaciones callejeras, que se tornaron en violentas protestas que han terminado en actos de vandalismo y saqueos a pesar del toque de queda en la capital. Once muertos, entre ellos un colombiano, decenas de heridos y cientos de detenidos son el doloroso saldo de los enfrenamientos. Las causas de fondo y la forma en que el presidente ha manejado la situación le han generado fuertes críticas.
Sebastián Piñera se demoró en dar un paso atrás ante las primeras manifestaciones para derogar el controversial decreto. A pesar de las severas medidas de seguridad adoptadas, los hechos de vandalismo continuaron con decenas de comercios saqueados, entre ellos supermercados, así como la propia red del metro. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”, manifestó Piñera con una expresión que ha sido considerada desafortunada, dando a entender que detrás de los últimos acontecimientos se esconde una organización criminal con un alto grado de “organización y logística”. Como hecho paradójico, el general Javier Iturriaga, jefe de la Defensa Nacional, dijo ser “un hombre feliz y la verdad no estoy en guerra con nadie”. Los militares no habían sido sacados a las calles desde la dictadura de Pinochet, lo que aumentó la furia de quienes protestaban. El gobierno debe garantizar la estabilidad y el orden mediante el uso legítimo de la fuerza, pero al mismo tiempo tiene la obligación de respetar los derechos humanos.
La acusación del presidente, a pesar de no precisar cuál es la organización criminal detrás de la violencia, parece dirigida a la intromisión de Maduro en las recientes protestas. Recientemente el gobierno de Colombia, luego el de Ecuador y ahora el de Chile han hecho señalamientos similares, los cuales han sido avalados por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien considera que La Habana también tiene una responsabilidad en estos actos violentos. Esta hipótesis, que no se puede descartar a priori, debería ser sustentada con pruebas y hechos que demuestren las responsabilidades adjudicadas a la dictadura venezolana. Lo cierto es que quienes han protestado de manera pacífica no pueden equipararse con aquellos que destruyen oficinas públicas, como en el caso del Icetex en Bogotá, la Contraloría en Quito o el metro de Santiago, por citar algunos ejemplos.
Las críticas internas no se han hecho de esperar. El senador Ricardo Lagos Weber, hijo del expresidente Ricardo Lagos, fue muy directo: “Presidente, (…) ¡no asuste a la ciudadanía! No estamos en guerra. Enfrentamos una crisis política, mal manejada por el gobierno, cuyo tema de fondo es la desigualdad. Estas declaraciones no ayudan a crear un clima de entendimiento”. No le falta razón. Chile es un país que, a pesar de su prosperidad económica, mantiene una grave situación de desigualdad social que ha terminado por aflorar en estos días. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), “el 1 % más adinerado del país se quedó con el 26,5 % de la riqueza en 2017, mientras que el 50 % de los hogares de menores ingresos accedió solo al 2,1 % de la riqueza neta del país”. Las expectativas generadas por el gobierno de Piñera no han sido satisfechas y no es la primera vez que los estudiantes se movilizan. Lo hicieron contra el primer gobierno de Piñera, así como contra el de Michel Bachelet.
De momento, el jefe de Estado intenta retomar el control de la situación, a pesar de que se le ha salido de las manos. Siempre se puede acudir a actores sociales como la Iglesia u organismos internacionales para que entren a mediar de inmediato entre las partes. Se debe judicializar a quienes han promovido la violencia, pero al mismo tiempo atender los problemas que subyacen bajo la punta del iceberg del descontento social.
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