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Mientras 50 millones de personas —el equivalente a la población entera de Colombia— permanecen encerradas en sus casas por cuenta del coronavirus y el resto del planeta se encuentra en alerta, la falta de transparencia del régimen autoritario de Xi Jinping en China solo ha agudizado la epidemia que ahora intenta contener a toda costa.
Al cierre de esta edición, se habían confirmado en todo el mundo más de 31.000 casos y 638 muertes causadas por el 2019-nCoV, un nuevo virus respiratorio que se originó en la ciudad Wuhan a finales del año pasado.
Incluso en una situación adversa como esta, el poderío que ha exhibido China es impresionante. Su voluntad de tomar medidas drásticas a una escala sin precedentes para contener la enfermedad ha sido elogiada por el resto del mundo. La más radical de ellas, encerrar en cuarentena a toda la población de la provincia de Hubei, donde se concentran el 67 % de todos los pacientes contagiados. Tampoco ha faltado el asombro ante la construcción de un nuevo hospital en apenas diez días, con 400 camas y un equipo médico de 1.400 personas para atender la emergencia en Wuhan.
Todo esto ha sido posible gracias al enorme poder del Partido Comunista y el férreo control que ejerce sobre la vida de los ciudadanos de ese país; sin embargo, el autoritarismo chino ha tenido un efecto perverso en el manejo de la crisis.
Tras identificar el primer caso de coronavirus en diciembre, las autoridades ocultaron la situación y permitieron que la epidemia se extendiera durante más de 40 días antes de emprender medidas decisivas para prevenir el contagio. Mientras tanto, la policía se tomó la molestia de amenazar a periodistas que intentaban informar sobre la misteriosa enfermedad respiratoria que causaba graves complicaciones en los pacientes, y detuvo a varias personas acusadas de difundir “rumores” al respecto en redes sociales.
Y aunque el gobierno sí informaba con diligencia a la Organización Mundial de la Salud sobre el brote, médicos y funcionarios chinos recibieron órdenes de guardar silencio ante los ciudadanos. Incluso, un oftalmólogo del hospital central de Wuhan que alertó a sus colegas sobre la aparición de la enfermedad fue censurado y la policía le hizo firmar un documento en el que se comprometía a no “crear pánico”. Varios expertos coinciden en que la ausencia de información solo empeoró la situación.
No es la primera vez, además, que el secretismo y la censura que imperan en China —ya de por sí peligrosos— se convierten en una amenaza para el resto del mundo. Cuando ocurrió la epidemia de SARS, a principios de la década de 2000, el gobierno intentó encubrir la enfermedad durante meses, hasta que un médico reveló la verdad.
Si bien es cierto que el esfuerzo posterior y desmesurado de las autoridades para contener el coronavirus es encomiable, los habitantes de Wuhan y de Hubei han tenido que sacrificarse por los errores y las mentiras irresponsables de un régimen cuya primera víctima fue la transparencia.
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