Chocó y el abandono
Ya es un lugar común hablar del territorio del Chocó como uno ampliamente abandonado por Colombia entera, como uno dejado a la deriva por el establecimiento todo: siempre se hace referencia a él en unos términos por demás categóricos e invariables: “territorio alejado”, “la periferia”, “abandonado por el Estado”... Tan así son las cosas que esas etiquetas parecen haber vuelto infinitamente lineal su situación, perpetuándola de esta forma en el tiempo: ha permanecido así, al parecer, desde siempre, como si las palabras que usamos para describirlo nos hubieran condenado a vivirlo en un estado de no retorno: nada se hace. Solo está ahí y ya.
El Espectador
Chocó, por su parte, mucho más allá de la vaguedad de las palabras que lo describen, ha sido testigo de excepción del conflicto armado colombiano (casi todas las manifestaciones de nuestra violencia se han dado allá) y víctima de una desigualdad exorbitante.
En cifras concretas: 81% de la población no tiene sus necesidades básicas satisfechas. Ciento diez niños de cada 1.000 mueren por estas causas. El analfabetismo llega a cuatro de cada 10. En términos reales, y para resumir, la cosa es que los indicadores que desfavorecen a Colombia entera como nación moderna se multiplican por cuatro en el Chocó en casi todas las mediciones que existen sobre el bienestar social.
Otro país. Al menos así lo manifiesta, con dolorosa verdad, Lucy Chamorro, representante de la Mesa Departamental Indígena: una nación distinta a esta, a la que, por lo tanto, no se le presta el cuidado que necesita. “Inaceptable para la comunidad internacional”, dijo Todd Howland, representante de la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos. No luce así para el Estado colombiano, al que no parece preocuparle tanto todo esto. Y hoy todo está peor, como si algo así fuera posible.
La crisis humanitaria por la que atraviesa esta región metida en las selvas del Darién es realmente alarmante (hasta para sus propios términos de alarma): apenas hace un par de meses se han desplazado 3.000 personas del Alto Baudó. Quinientas treinta y siete a mediados del mes pasado y las restantes 2.500 en el mes de mayo. Cifras gordas sumadas a los nada despreciables 8.272 de 2012 y 10.540 del año pasado que informó la organización Codhes.
Y así, de tumbo en tumbo, los indígenas, las comunidades afrodescendientes, la Diócesis de Quibdó, Istmina y Apartadó se reunieron con la Defensoría del Pueblo y la ONU para hablar de temas fundamentales: seguridad alimentaria, educación, sistema de salud, medio ambiente —enrarecido por la minería ilegal—, entre otros.
Y la violencia, claro, creciente y monstruoso: la presencia paramilitar, la presencia del Eln. Si quiere ubicarse un punto en el mapa colombiano donde se condensen todos los problemas que existen en este país, hay que apuntar hacia el Chocó: nuestro espejo sin fondo, nuestro país hecho ruinas. “La inversión en el Chocó ha sido insuficiente”, dijo Juan Barreto, obispo de Quibdó, para el diario El Tiempo, hace apenas unos días.
Ya ha llegado la hora de que cese la indiferencia y que el Estado se ponga los pantalones en este asunto. Mucho más allá de la seguridad armada (que al parecer se hace necesaria), lo que hay que llevar a este prominente territorio del Pacífico colombiano es el Estado Social de Derecho, esa fórmula que en el papel tuvo cabida en Colombia hace 23 años y que allá no llegó nunca.
Chocó, por su parte, mucho más allá de la vaguedad de las palabras que lo describen, ha sido testigo de excepción del conflicto armado colombiano (casi todas las manifestaciones de nuestra violencia se han dado allá) y víctima de una desigualdad exorbitante.
En cifras concretas: 81% de la población no tiene sus necesidades básicas satisfechas. Ciento diez niños de cada 1.000 mueren por estas causas. El analfabetismo llega a cuatro de cada 10. En términos reales, y para resumir, la cosa es que los indicadores que desfavorecen a Colombia entera como nación moderna se multiplican por cuatro en el Chocó en casi todas las mediciones que existen sobre el bienestar social.
Otro país. Al menos así lo manifiesta, con dolorosa verdad, Lucy Chamorro, representante de la Mesa Departamental Indígena: una nación distinta a esta, a la que, por lo tanto, no se le presta el cuidado que necesita. “Inaceptable para la comunidad internacional”, dijo Todd Howland, representante de la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos. No luce así para el Estado colombiano, al que no parece preocuparle tanto todo esto. Y hoy todo está peor, como si algo así fuera posible.
La crisis humanitaria por la que atraviesa esta región metida en las selvas del Darién es realmente alarmante (hasta para sus propios términos de alarma): apenas hace un par de meses se han desplazado 3.000 personas del Alto Baudó. Quinientas treinta y siete a mediados del mes pasado y las restantes 2.500 en el mes de mayo. Cifras gordas sumadas a los nada despreciables 8.272 de 2012 y 10.540 del año pasado que informó la organización Codhes.
Y así, de tumbo en tumbo, los indígenas, las comunidades afrodescendientes, la Diócesis de Quibdó, Istmina y Apartadó se reunieron con la Defensoría del Pueblo y la ONU para hablar de temas fundamentales: seguridad alimentaria, educación, sistema de salud, medio ambiente —enrarecido por la minería ilegal—, entre otros.
Y la violencia, claro, creciente y monstruoso: la presencia paramilitar, la presencia del Eln. Si quiere ubicarse un punto en el mapa colombiano donde se condensen todos los problemas que existen en este país, hay que apuntar hacia el Chocó: nuestro espejo sin fondo, nuestro país hecho ruinas. “La inversión en el Chocó ha sido insuficiente”, dijo Juan Barreto, obispo de Quibdó, para el diario El Tiempo, hace apenas unos días.
Ya ha llegado la hora de que cese la indiferencia y que el Estado se ponga los pantalones en este asunto. Mucho más allá de la seguridad armada (que al parecer se hace necesaria), lo que hay que llevar a este prominente territorio del Pacífico colombiano es el Estado Social de Derecho, esa fórmula que en el papel tuvo cabida en Colombia hace 23 años y que allá no llegó nunca.