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Colombia salió ayer a hacerse escuchar: al cierre de esta edición, el porcentaje de participación rondaba el 55 %, con más de 21’400.000 votantes, por encima de los 19’643.676 que salieron a participar en la primera vuelta de 2018. Lo que vimos, a lo largo y ancho del país, fue una ciudadanía emocionada, activa electoralmente y con ganas de hacerse sentir. Es un alivio que, después de años de mucha tensión social, los colombianos encuentren en el voto un lenguaje elocuente para expresarse. También es destacable el trabajo de la Registraduría, que después de meses de críticas hizo una labor impecable y rápida que alejó los rumores infundados de fraude electoral. El gran derrotado fue el presidente Iván Duque, quien decidió intervenir en política de forma descarada, así como los partidos políticos y los clanes que venían dominando durante las últimas décadas el poder político en el país.
El uribismo, después de haber puesto presidente durante los últimos 20 años, con la excepción de la reelección de Juan Manuel Santos después de quebrar con él, perdió en estas elecciones. Federico Gutiérrez era el claro candidato del continuismo: el presidente Duque intervino en política para favorecerlo en actitudes que hemos criticado varias veces, la plana mayor del Centro Democrático estaba de lleno con él, tenía el respaldo del Partido Conservador, del Partido Liberal, del Partido de la U y de clanes poderosos como los Char y los Gnecco. La coalición del Equipo por Colombia era una clara propuesta de seguir por la misma senda. Su derrota, sorpresiva y contundente, demuestra un hastío de la mayoría de los colombianos contra la clase política de siempre. Es momento de reflexiones profundas.
Tanto Gustavo Petro como Rodolfo Hernández, parados en orillas ideológicas opuestas, representan un rechazo al establecimiento político. Petro, desde la izquierda, lleva toda su carrera política posicionándose como alternativa a las ideas defendidas por el uribismo y en el último tiempo por el presidente Duque, que lo derrotó hace cuatro años. Por su parte, Hernández, aunque más cercano a la derecha que ha gobernado el país, construyó su atractivo electoral sobre un rechazo a la clase política, a la que tilda de “corrupta” y otros cuantos epítetos menos favorables. Entre los dos se llevaron el 68,51 % de los votos, un resultado que hace unos años parecía impensable.
El cambio, empero, hay que construirlo e implementarlo. Y la gran incógnita, en ese sentido, es que venga de la mano del populismo. Ambos candidatos han caído en él y en ciertos rasgos autoritarios, aunque sin duda el que se lleva la corona es Hernández. Su campaña se construyó sobre un discurso simplista, agresivo y de “ellos”, los “malos”, contra “nosotros”, los “buenos”. Por eso se ha ganado merecidas comparaciones con la estrategia política de Donald Trump y Jair Bolsonaro. Ahora que están en segunda vuelta, harían bien los colombianos en presionar y exigir que las campañas sean explícitas y claras en la defensa de la institucionalidad. Solo así la esperanza de cambio expresada en las urnas no terminaría en una enorme frustración con consecuencias impredecibles.
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