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A partir del 1° de enero el país más importante de América Latina, Brasil, tiene un nuevo gobierno. Jair Bolsonaro, un excapitán que enarboló las banderas de la ultraderecha, es ahora el presidente de más de 200 millones de personas y la novena economía del mundo. A pesar de que en su posesión quiso morigerar un poco su discurso extremo, y llamó a la unidad para enfrentar los grandes retos del país, el timonazo ideológico es demasiado grande para que no se sienta en el vecindario.
En el campo interno, y acorde con sus promesas electorales que le permitieron ganar con el 55 % de los votos, dijo que tiene “la misión de reconstruir la patria liberándola del crimen, la corrupción, la sumisión ideológica y la irresponsabilidad económica”. Precisamente en lo ideológico es donde surgen las preocupaciones. El odio por el legado que dejó el Partido Trabalhista de Lula da Silva y Dilma Rousseff, el PT, es una de sus banderas más populares. El resultado del proceso Lava Jato, donde se desnudó la corrupción en la que estuvo envuelta toda la clase política, sin distingo de colores, pero que golpeó especialmente al PT, fue uno de los detonantes principales para el rechazo de los votantes a los partidos tradicionales. Aquí están las consecuencias en el país que, según Latinobarómetro, es el más insatisfecho con la democracia en la región.
De allí que genere incertidumbre la afirmación de Bolsonaro de enterrar el comunismo, entendido como la izquierda. En su caso, como en el de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en México, ambos prometen luchar contra la corrupción, la violencia y mejorar las condiciones económicas. Bien hasta ahí. El qué hacer parece claro. Lo que no está claro es el cómo. Ese cómo es el que va a marcar el nuevo gobierno. Es imposible, por consiguiente, no percibir un déjà vu, a pesar de la diferencia ideológica, con la Venezuela de Hugo Chávez. En el caso de Brasil, además, por la defensa de los valores cristianos, la guerra a muerte a la llamada ideología de género, la defensa de las fuerzas de seguridad y la flexibilización de la venta de armas. “Brasil y Dios por encima de todo”, dijo en su posesión. La ausencia de los diputados del PT en la ceremonia presagia que la polarización existente va a tener fuertes batallas en el Congreso.
En el campo externo, y como se preveía, se consolida la alianza entre los dos países más importantes del hemisferio. Donald Trump le dijo que Estados Unidos “está contigo”. “Juntos, con la protección de Dios, traeremos más prosperidad y progreso a nuestros pueblos”, respondió Bolsonaro. Muy pronto se verán los alcances de la inédita relación especial entre estos dos gigantes. En materia bilateral y multilateral, en la OEA, la llave Washington-Brasilia va a operar contra las dictaduras de Venezuela y Nicaragua. En el caso de Colombia, el presidente Iván Duque y el canciller Carlos Holmes Trujillos han sido muy claros en afirmar que cualquier decisión que se tome o cualquier acción que se lleve a cabo en dicho tema debe darse dentro del marco diplomático y el respeto por las nomas internacionales.
De otro lado, y con el paso de los días, pronto se sabrá cuáles van a ser los pasos que seguirá el entrante gobierno con respecto a temas importantes en la agenda internacional. Si Brasil abandona el Pacto de París sobre el cambio climático y el acuerdo de la ONU sobre inmigración. Si, acorde con la visita del primer ministro, Benjamín Netanyahu, para su posesión, se va a trasladar la embajada a Jerusalén.
Lo cierto es que el resultado de la actividad de Jair Bolsonaro, con respecto a la vigencia del Estado de derecho, la defensa de la democracia y el acatamiento a las normas internacionales en materia de derechos humanos serán un medidor indispensable del día a día de su gestión. Las consecuencias, positivas o negativas, que se deriven van a repercutir en toda la región, en especial en los países vecinos como Colombia.
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