La condena a Feliciano Valencia
La existencia de la jurisdicción especial indígena no debe desconocer el derecho de todos los colombianos al debido proceso y a no recibir tratos injustos.
El Espectador
La condena contra el líder indígena Feliciano Valencia es el último incidente en una pugna sobre los alcances y límites de la jurisdicción especial indígena. Bajo órdenes de la Sala Penal del Tribunal Superior de Popayán, Valencia fue capturado por agentes del CTI de la Fiscalía en Santander de Quilichao (Cauca). En fallo de segunda instancia fue condenado por los delitos de secuestro simple agravado y lesiones personales, y deberá pasar 18 años en prisión, a menos que algún recurso judicial extraordinario controvierta esa decisión. El fallo de primera instancia lo había absuelto. Las voces de protesta de los representantes indígenas no se han hecho esperar y el caso tiene muchas aristas para considerar. Veamos.
La Fiscalía ha mantenido su versión, que fue finalmente adoptada como cierta por el Tribunal. Según las autoridades, el cabo Jairo Chaparral fue retenido contra su voluntad y maltratado por comunidades indígenas de Piendamó. El militar fue sometido a un castigo de 20 latigazos por las autoridades indígenas, quienes consideraron probado que éste era un infiltrado del Gobierno. Todo esto ocurrió, no sobra recordarlo, en un momento de tensión entre el Ejecutivo y las organizaciones indígenas por la formación de la minga de 2008. Una vez liberado, Chaparral presentó la denuncia ante sus superiores y las autoridades judiciales.
Para los críticos de esta medida, la condena es una violación de la jurisdicción indígena, pues no reconoce su autoridad para juzgar al cabo y, además, porque Valencia no estaba en posición de control del castigo aplicado, el cual fue decidido en comunidad. Según el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), “sería un contrasentido que la Constitución haya dado unas funciones a las autoridades indígenas para que luego, en el momento en que se ejerzan, sea considerado ello un delito” y, por ende, “el juzgamiento de Feliciano Valencia por presuntos delitos relacionados con el ejercicio de dicha jurisdicción es un juzgamiento a todos los pueblos indígenas de Colombia”.
También hay voces que hablan de persecución política, e incluso el comunicado del CRIC habla de un golpe de Estado contra la organización indígena.
Los hechos narrados por el cabo, que no son controvertidos por las autoridades indígenas -aunque sí se defienden en que dicen haber encontrado pruebas suficientes para considerar que el militar tenía intenciones de espiar-, llegan al corazón del debate sobre la armonización del sistema jurídico colombiano con la jurisdicción especial indígena. Vista desde lejos, la posición en contra de la condena es entendible: en últimas la Fiscalía argumenta que el enjuiciamiento no fue legítimo y, por ende, configuró el delito de secuestro. Los azotes, que para el ente de control son las lesiones personales, para los indígenas es la condena.
Sin embargo, entender esa visión de los hechos no la valida automáticamente. La existencia de la jurisdicción especial indígena no debe desconocer el derecho de todos los colombianos al debido proceso y a no recibir tratos injustos. Aunque parece ridículo que un líder como Valencia sea condenado por secuestro, más por una decisión aparentemente colectiva y no suya, no excusa la discusión sobre si el actuar de los indígenas fue violatorio de los derechos del cabo. Desde este espacio nos inclinamos a creer que sí.
El problema radica en la falta de una reglamentación clara y precisa para esos puntos de encuentro y conflicto entre jurisdicciones. Su convivencia bajo la misma Constitución debe sustentarse en el mismo presupuesto de respeto a los derechos fundamentales, como el de un juicio justo. Definir con precisión qué significa eso debe hacerse en un esfuerzo entre el Estado y las organizaciones indígenas, para evitar que casos como este se repitan.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com
La condena contra el líder indígena Feliciano Valencia es el último incidente en una pugna sobre los alcances y límites de la jurisdicción especial indígena. Bajo órdenes de la Sala Penal del Tribunal Superior de Popayán, Valencia fue capturado por agentes del CTI de la Fiscalía en Santander de Quilichao (Cauca). En fallo de segunda instancia fue condenado por los delitos de secuestro simple agravado y lesiones personales, y deberá pasar 18 años en prisión, a menos que algún recurso judicial extraordinario controvierta esa decisión. El fallo de primera instancia lo había absuelto. Las voces de protesta de los representantes indígenas no se han hecho esperar y el caso tiene muchas aristas para considerar. Veamos.
La Fiscalía ha mantenido su versión, que fue finalmente adoptada como cierta por el Tribunal. Según las autoridades, el cabo Jairo Chaparral fue retenido contra su voluntad y maltratado por comunidades indígenas de Piendamó. El militar fue sometido a un castigo de 20 latigazos por las autoridades indígenas, quienes consideraron probado que éste era un infiltrado del Gobierno. Todo esto ocurrió, no sobra recordarlo, en un momento de tensión entre el Ejecutivo y las organizaciones indígenas por la formación de la minga de 2008. Una vez liberado, Chaparral presentó la denuncia ante sus superiores y las autoridades judiciales.
Para los críticos de esta medida, la condena es una violación de la jurisdicción indígena, pues no reconoce su autoridad para juzgar al cabo y, además, porque Valencia no estaba en posición de control del castigo aplicado, el cual fue decidido en comunidad. Según el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), “sería un contrasentido que la Constitución haya dado unas funciones a las autoridades indígenas para que luego, en el momento en que se ejerzan, sea considerado ello un delito” y, por ende, “el juzgamiento de Feliciano Valencia por presuntos delitos relacionados con el ejercicio de dicha jurisdicción es un juzgamiento a todos los pueblos indígenas de Colombia”.
También hay voces que hablan de persecución política, e incluso el comunicado del CRIC habla de un golpe de Estado contra la organización indígena.
Los hechos narrados por el cabo, que no son controvertidos por las autoridades indígenas -aunque sí se defienden en que dicen haber encontrado pruebas suficientes para considerar que el militar tenía intenciones de espiar-, llegan al corazón del debate sobre la armonización del sistema jurídico colombiano con la jurisdicción especial indígena. Vista desde lejos, la posición en contra de la condena es entendible: en últimas la Fiscalía argumenta que el enjuiciamiento no fue legítimo y, por ende, configuró el delito de secuestro. Los azotes, que para el ente de control son las lesiones personales, para los indígenas es la condena.
Sin embargo, entender esa visión de los hechos no la valida automáticamente. La existencia de la jurisdicción especial indígena no debe desconocer el derecho de todos los colombianos al debido proceso y a no recibir tratos injustos. Aunque parece ridículo que un líder como Valencia sea condenado por secuestro, más por una decisión aparentemente colectiva y no suya, no excusa la discusión sobre si el actuar de los indígenas fue violatorio de los derechos del cabo. Desde este espacio nos inclinamos a creer que sí.
El problema radica en la falta de una reglamentación clara y precisa para esos puntos de encuentro y conflicto entre jurisdicciones. Su convivencia bajo la misma Constitución debe sustentarse en el mismo presupuesto de respeto a los derechos fundamentales, como el de un juicio justo. Definir con precisión qué significa eso debe hacerse en un esfuerzo entre el Estado y las organizaciones indígenas, para evitar que casos como este se repitan.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com