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Cimentada en la defensa del trípode verdad-reparación-justicia, razón tienen quienes la defienden, desde el punto de vista histórico de impunidad, perdón y olvido con que se saldaron conflictos anteriores, en el siglo XIX como en el XX. El cambio que supuso la introducción de conceptos de la teoría moderna de resolución de conflictos y la justicia transicional en el andamiaje institucional del país, a tono con la presión de las veedurías internacionales, es un activo fijo que difícilmente podrá ser desmontado.
Los resultados son dicientes. Según cifras de la Fundación Ideas para la Paz, un total de 230.516 víctimas se han registrado ante la Fiscalía en el proceso que se inició en 2005. A 1.867 asciende el número de versiones libres practicadas por quienes han adherido a los beneficios que contempla la ley. Se han confesado 6.549 homicidios y 13.125 víctimas fueron relacionadas. El número de cuerpos entregados es de 571 y ya son 2.439 cadáveres los que han sido encontrados después de que se exhumaran 1.197 fosas. Las confesiones permitieron que se les iniciara investigación a 209 políticos, 140 miembros de la Fuerza Pública, 40 servidores públicos y 3.983 particulares.
Y aún queda un largo camino por recorrer. En materia de reconstrucción de la memoria, es un hecho que el material recopilado, que ojalá pronto sea de acceso público y en nada restringido, les será de enorme utilidad a los investigadores y periodistas que tengan a bien reconstruir la tumultuosa historia reciente del país. El capítulo del paramilitarismo en Colombia, más allá de la discusión frente a si realmente desapareció, mutó o permanece igual, pronto será una constante entre quienes se interesan por las ciencias sociales en el país. Ya lo es en parte.
A la teoría que ha hecho carrera entre quienes consideran que el paramilitarismo era un mal necesario y que sus exponentes se limitaron a las acciones antisubversivas que no fueron debidamente implementadas por un Estado ausente, con seguridad le podremos enfrentar una radiografía menos simple y maniquea del fenómeno. Y ello en parte gracias a la base empírica que el marco de la Ley de Justicia y Paz ha contribuido a fomentar.
Pero la memoria no reemplaza la justicia. Pese a los 22.130 homicidios denunciados, un único paramilitar ha sido hasta el momento —y en fecha reciente— condenado. Verdades hay muchas. Y verdades a medias que a larga son mentiras, muchas más. Son usuales los casos en que argumentando ropaje político, narcotraficantes se han hecho pasar por dirigentes del paramilitarismo para no perder los beneficios consagrados en la ley. Se les cree más a los victimarios que a las víctimas, cuya asistencia a las versiones libres, del orden del 12 por ciento entre quienes se sabe están inscritos como tales, es bastante baja.
Las mal llamadas Bacrim (bandas criminales emergentes) asesinan indiscriminadamente a testigos y líderes de las pocas asociaciones de víctimas que se atreven a hacer denuncias y exigencias. Los 15 jefes paramilitares extraditados a los Estados Unidos contradicen en todo los objetivos de verdad, justicia y reparación que se trazó la ley e incluso hoy no hay certezas frente a los delitos que en su momento estaban cometiendo para que el Gobierno tomara esa —algunos dirán estratégica— decisión. Políticos y empresarios que ya deberían hacer parte de las investigaciones formales permanecen en completa impunidad y las tierras que les fueron arrebatadas a las víctimas están en manos de los victimarios, o sus testaferros. No hay, no puede haberlo en estas condiciones, componente alguno de la ley que garantice que la violencia no se repetirá.
No es esta, pues, celebración alguna. El balance de la ley tiene poco de justicia y probablemente menos de paz.