Cúcuta y la zona fronteriza piden auxilio a gritos
Así es. Cúcuta y la zona fronteriza de Colombia piden auxilio a gritos. En solo seis meses hemos visto un carro bomba dentro de una instalación militar, dos artefactos explosivos en el aeropuerto y disparos contra el helicóptero que transportaba al presidente Iván Duque. Esto, en una de las ciudades capitales más importantes de Colombia, que a su vez se encuentra asfixiada por el desempleo, la pobreza, la informalidad y la llegada de migrantes que necesitan apoyo. Ya vimos a dos policías asesinados y la comunidad ha reportado un aumento de masacres, extorsiones y amenazas. ¿Cuándo el Estado podrá demostrar que tiene cómo proteger a los ciudadanos?
Cúcuta y los municipios del Catatumbo en Norte de Santander están atrincherados en el pasado, en medio de balas cruzadas y una institucionalidad frágil. No es casualidad que sobre la política de la capital del departamento todavía haga sombra la figura de un parapolítico condenado por asesinato y que ha construido estructuras burocráticas para mantener el control. Incluso líderes políticos de la región con presencia nacional tienen lazos con esa manera de hacer política. Mientras tanto, el Eln, las disidencias de las Farc, bandas criminales, contrabandistas y narcotraficantes están en una pugna por el control del territorio que antes dominaban los Rastrojos. En esa mezcolanza, el rol de las autoridades se tambalea entre la inacción y la incapacidad de abarcar todos los frentes, lo cual es paradójico, porque la zona tiene una de las mayores presencias de la fuerza pública en el país.
Entonces, parecería que estuviésemos describiendo la Colombia de los peores años del conflicto armado. Y es que la promesa de la paz ha sido, cuando mucho, un espejismo en la frontera.
Eso, sin siquiera mencionar la crisis social. Durante las últimas dos décadas, Cúcuta ha pasado a estar en la cabeza de los listados sobre desempleo, informalidad, precariedad y pobreza. Sin trabajo, las trampas de los grupos ilegales adquieren seductora eficiencia. Mientras tanto, los cientos de miles de migrantes que recibe la capital de Norte de Santander quedan a merced de redes de trata de personas y son perseguidos ante la xenofobia que viene en aumento en la zona. La alcaldía reciente de Jairo Yáñez, la primera en varios períodos que rompió con la hegemonía del parapolítico Ramiro Suárez, ha brillado por su incapacidad de actuar, en parte por la inexperiencia y en parte por los palos en la rueda que ponen los políticos afines al clientelismo. No parece haber salida fácil.
Nos encontramos nuevamente con la tragedia. Los intendentes de la Policía William Bareño Ardila y David Reyes Jiménez fueron asesinados mientras examinaban uno de los paquetes explosivos en el aeropuerto de la ciudad. Murieron como héroes por la valentía de hacer su labor, pero el dolor de sus familias y el miedo de toda la capital nos dejan con muchas preguntas sin respuestas. Insistimos: ¿hasta cuándo tendrá que seguir gritando la frontera colombiana?
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
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Así es. Cúcuta y la zona fronteriza de Colombia piden auxilio a gritos. En solo seis meses hemos visto un carro bomba dentro de una instalación militar, dos artefactos explosivos en el aeropuerto y disparos contra el helicóptero que transportaba al presidente Iván Duque. Esto, en una de las ciudades capitales más importantes de Colombia, que a su vez se encuentra asfixiada por el desempleo, la pobreza, la informalidad y la llegada de migrantes que necesitan apoyo. Ya vimos a dos policías asesinados y la comunidad ha reportado un aumento de masacres, extorsiones y amenazas. ¿Cuándo el Estado podrá demostrar que tiene cómo proteger a los ciudadanos?
Cúcuta y los municipios del Catatumbo en Norte de Santander están atrincherados en el pasado, en medio de balas cruzadas y una institucionalidad frágil. No es casualidad que sobre la política de la capital del departamento todavía haga sombra la figura de un parapolítico condenado por asesinato y que ha construido estructuras burocráticas para mantener el control. Incluso líderes políticos de la región con presencia nacional tienen lazos con esa manera de hacer política. Mientras tanto, el Eln, las disidencias de las Farc, bandas criminales, contrabandistas y narcotraficantes están en una pugna por el control del territorio que antes dominaban los Rastrojos. En esa mezcolanza, el rol de las autoridades se tambalea entre la inacción y la incapacidad de abarcar todos los frentes, lo cual es paradójico, porque la zona tiene una de las mayores presencias de la fuerza pública en el país.
Entonces, parecería que estuviésemos describiendo la Colombia de los peores años del conflicto armado. Y es que la promesa de la paz ha sido, cuando mucho, un espejismo en la frontera.
Eso, sin siquiera mencionar la crisis social. Durante las últimas dos décadas, Cúcuta ha pasado a estar en la cabeza de los listados sobre desempleo, informalidad, precariedad y pobreza. Sin trabajo, las trampas de los grupos ilegales adquieren seductora eficiencia. Mientras tanto, los cientos de miles de migrantes que recibe la capital de Norte de Santander quedan a merced de redes de trata de personas y son perseguidos ante la xenofobia que viene en aumento en la zona. La alcaldía reciente de Jairo Yáñez, la primera en varios períodos que rompió con la hegemonía del parapolítico Ramiro Suárez, ha brillado por su incapacidad de actuar, en parte por la inexperiencia y en parte por los palos en la rueda que ponen los políticos afines al clientelismo. No parece haber salida fácil.
Nos encontramos nuevamente con la tragedia. Los intendentes de la Policía William Bareño Ardila y David Reyes Jiménez fueron asesinados mientras examinaban uno de los paquetes explosivos en el aeropuerto de la ciudad. Murieron como héroes por la valentía de hacer su labor, pero el dolor de sus familias y el miedo de toda la capital nos dejan con muchas preguntas sin respuestas. Insistimos: ¿hasta cuándo tendrá que seguir gritando la frontera colombiana?
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