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Aunque el tema, al igual que el matrimonio entre personas del mismo sexo, ha estado varias veces en manos de la Corte, ésta todavía no ha fallado de fondo y se espera, atendiendo a las declaraciones del presidente del alto tribunal, Juan Carlos Henao, que esta vez sí lo haga. Los sectores más conservadores de la población, como siempre, se han levantado a reprochar la antinaturalidad de la orientación sexual que no sea la de la mayoría y la perversión de cualquier forma de vida que de ahí se desprenda. Sus argumentos, ya todos conocidos, han sido acompañados por los de algunos otros, que sugiriendo mantenerse alejados del debate moral, sólo se preguntan si es democrático que la Corte Constitucional decida sobre asuntos que le atañen a la población entera.
En términos enteramente técnicos, la Corte, a diferencia de lo que algunos parecen sugerir, está en plena competencia al pronunciarse sobre los derechos de las parejas del mismo sexo. Es su deber la interpretación de la Carta, que si bien se refiere, en los puntos que le competen a este debate, a las parejas heterosexuales, es sabido que, en ninguno de sus puntos, el texto rector excluye lo que no regula. Por ello, el alto tribunal está en potestad de revisar los alcances de todo cuando ahí esté consagrado y replantear sus límites. Esto, sin embargo, no significa que su fallo sea final y definitivo: el Legislativo puede, todas las veces, modificar la Constitución y, de esa manera, permitir o prohibir en contra de la decisión de la Corte. La democracia, por tanto, no se suspende con la intervención del alto tribunal, sino que, cuando menos, se dinamiza y hace necesarios procesos que, de lo contrario, quedarían bloqueados.
La democracia, finalmente, y más que la voluntad de la mayoría, es el agregado institucional que, unas veces mejor que otras, defiende a los individuos al tiempo que les encarga la tarea de dirigir el destino de la sociedad a la que pertenecen. Las instituciones, sin embargo, no son moralmente neutrales y las nuestras, tal como lo establece la Constitución, deben —por lo menos por ahora— defender la libertad y la igualdad, al tiempo que resguardan la pluralidad. Es por ello que estos valores, también morales, entran en conflicto, más veces que menos, con otros, que forman igualmente parte de la sociedad, como, por ejemplo, los de la Iglesia católica, pero que, a pesar de la insistencia, no son los valores supremos que fundan el contrato social.
Devolver el debate a este ámbito moral es importante porque varios interlocutores, arrojándose un legalismo simplón y un pragmatismo que no corresponde, parecen querer evitarse el espinoso enredo que es la moral y la coherencia que ésta exige. Que un país restrinja los derechos de una parte de su población por razón exclusiva de su orientación sexual no es un asunto de poca monta, como tampoco lo es decir que los homosexuales, sólo por serlo, sean menos iguales, menos dignos y menos libres que todos los demás. Quien se monte sobre tal juicio no puede escabullirse en debates secundarios y mucho menos asumir una posición parcial como pretende, por ejemplo, el ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, en lo que ha sido tal vez su intervención más bochornosa. Decir que a los homosexuales no les debe ser permitido adoptar porque son menos estables que todos los demás es prejuicioso e irresponsable. Y decir esto haciendo salvedad de su defensa en el Senado de los derechos de la comunidad LGBT es incoherente, y más aún, cobarde: o las personas son dignas de la igualdad de derechos a pesar de su orientación sexual, o no lo son. Éste es el debate.