En defensa del verbo renunciar
¿Por qué los altos funcionarios prefieren luchar desde sus puestos, con un costo gravísimo para la imagen institucional, en vez de renunciar, aun si se consideran inocentes? ¿Desde cuándo la imagen personal prima sobre la dignidad del Estado?
El Espectador
Los colombianos están convencidos de que su Estado es corrupto. Ese es el preocupante hallazgo del informe presentado este miércoles por Transparencia Internacional, que mide anualmente la percepción que las personas tienen de las instituciones de sus países. A partir de la evaluación de expertos sobre los mecanismos que cada gobierno tiene para rendir cuentas se construye un índice mundial, en el que Colombia ocupó el puesto 83 entre 168 países.
La desconfianza que demuestra este estudio engendra más evasión de los medios legales para actuar, produce una sensación de desprotección que vulnera derechos y crea ambientes que fomentan la impunidad. Los escándalos que involucran a altos funcionarios que se atornillan a sus puestos sin interés alguno por la suerte de las instituciones que representan no ayudan a mejorar el respeto por el servicio público. ¿Cómo recuperar la confianza?
En la medición de Transparencia Internacional, el país obtuvo un puntaje de 37 sobre 100 (siendo 0 mayor percepción de corrupción y 100 menor percepción). Entre los 26 países de las Américas evaluados, Colombia se encuentra en el puesto 12 de la tabla, por debajo del puntaje promedio de la región (40). Los malos puntajes representan contextos donde se percibe que prevalecen el soborno y la impunidad ante actos de corrupción y donde las instituciones públicas no dan respuesta a las necesidades de los ciudadanos.
En palabras de Elisabeth Ungar, directora ejecutiva de Transparencia por Colombia, “la corrupción puede ser el mayor riesgo para una paz estable y duradera. Necesitamos un sistema judicial transparente y sin corrupción, unas fuerzas de seguridad confiables, órganos de control eficaces e independientes, gobernantes que rindan cuentas permanentemente de sus actos y mecanismos de entrega de beneficios y servicios a las víctimas y poblaciones vulnerables sin la más mínima grieta para que se cuele la corrupción”. Tiene razón y, pese a los intentos del Gobierno, estamos lejos de tener un país con esas bondades.
Los escándalos que se han conocido recientemente demuestran el desprestigio que sufre el servicio público en el país. ¿Por qué los altos funcionarios prefieren luchar desde sus puestos, con un costo gravísimo para la imagen institucional, en vez de renunciar, aun si se consideran inocentes? ¿Desde cuándo la imagen personal prima sobre la dignidad del Estado?
Son muy dicientes, por mencionar el ejemplo más reciente, las cartas de renuncia de los funcionarios de la Defensoría del Pueblo que objetan la manera en que el defensor, Jorge Armando Otálora, había decidido enfrentar el escándalo de acoso sexual y laboral que lo involucra. Luis Manuel Castro, defensor delegado para asuntos constitucionales, escribió que considera que “con [la decisión de Otálora de] no separarse del cargo, la gestión de la Defensoría se vería afectada (...) porque dado el contenido de las acusaciones en su contra, ética y políticamente, usted podría renunciar, sin que ello necesariamente suponga una aceptación de responsabilidad”. Ese tipo de razonamiento, lógico para quienes entienden que el servicio público es un honor con exigencias altísimas y que respetan a las instituciones y su labor por encima de los individuos que las representan, está ausente en sus máximos representantes. Razón tienen los colombianos al desconfiar.
¿Podía el defensor del Pueblo decir que su permanencia en el cargo no le hacía daño a la institución? No, de hecho en su tardía renuncia esa es la razón que esgrime. Debió pensarla antes. ¿Puede el magistrado Jorge Pretelt argumentar que la Corte Constitucional no ha sufrido por las denuncias en su contra? Por supuesto que no. Y lo mismo puede preguntársele a muchos otros funcionarios que han decidido anteponer sus caprichos al bienestar de las instituciones que, sólo por un momento, han tenido el honor de representar.
No se trata de prejuzgar a los denunciados. Ellos, claro, tienen derecho a su defensa en los tribunales y en el debate público. Pero cuando hay dudas sobre su integridad, lo más sano para el país es que se aparten de los cargos con dignidad, se defiendan como civiles y protejan la majestad del Estado.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
Los colombianos están convencidos de que su Estado es corrupto. Ese es el preocupante hallazgo del informe presentado este miércoles por Transparencia Internacional, que mide anualmente la percepción que las personas tienen de las instituciones de sus países. A partir de la evaluación de expertos sobre los mecanismos que cada gobierno tiene para rendir cuentas se construye un índice mundial, en el que Colombia ocupó el puesto 83 entre 168 países.
La desconfianza que demuestra este estudio engendra más evasión de los medios legales para actuar, produce una sensación de desprotección que vulnera derechos y crea ambientes que fomentan la impunidad. Los escándalos que involucran a altos funcionarios que se atornillan a sus puestos sin interés alguno por la suerte de las instituciones que representan no ayudan a mejorar el respeto por el servicio público. ¿Cómo recuperar la confianza?
En la medición de Transparencia Internacional, el país obtuvo un puntaje de 37 sobre 100 (siendo 0 mayor percepción de corrupción y 100 menor percepción). Entre los 26 países de las Américas evaluados, Colombia se encuentra en el puesto 12 de la tabla, por debajo del puntaje promedio de la región (40). Los malos puntajes representan contextos donde se percibe que prevalecen el soborno y la impunidad ante actos de corrupción y donde las instituciones públicas no dan respuesta a las necesidades de los ciudadanos.
En palabras de Elisabeth Ungar, directora ejecutiva de Transparencia por Colombia, “la corrupción puede ser el mayor riesgo para una paz estable y duradera. Necesitamos un sistema judicial transparente y sin corrupción, unas fuerzas de seguridad confiables, órganos de control eficaces e independientes, gobernantes que rindan cuentas permanentemente de sus actos y mecanismos de entrega de beneficios y servicios a las víctimas y poblaciones vulnerables sin la más mínima grieta para que se cuele la corrupción”. Tiene razón y, pese a los intentos del Gobierno, estamos lejos de tener un país con esas bondades.
Los escándalos que se han conocido recientemente demuestran el desprestigio que sufre el servicio público en el país. ¿Por qué los altos funcionarios prefieren luchar desde sus puestos, con un costo gravísimo para la imagen institucional, en vez de renunciar, aun si se consideran inocentes? ¿Desde cuándo la imagen personal prima sobre la dignidad del Estado?
Son muy dicientes, por mencionar el ejemplo más reciente, las cartas de renuncia de los funcionarios de la Defensoría del Pueblo que objetan la manera en que el defensor, Jorge Armando Otálora, había decidido enfrentar el escándalo de acoso sexual y laboral que lo involucra. Luis Manuel Castro, defensor delegado para asuntos constitucionales, escribió que considera que “con [la decisión de Otálora de] no separarse del cargo, la gestión de la Defensoría se vería afectada (...) porque dado el contenido de las acusaciones en su contra, ética y políticamente, usted podría renunciar, sin que ello necesariamente suponga una aceptación de responsabilidad”. Ese tipo de razonamiento, lógico para quienes entienden que el servicio público es un honor con exigencias altísimas y que respetan a las instituciones y su labor por encima de los individuos que las representan, está ausente en sus máximos representantes. Razón tienen los colombianos al desconfiar.
¿Podía el defensor del Pueblo decir que su permanencia en el cargo no le hacía daño a la institución? No, de hecho en su tardía renuncia esa es la razón que esgrime. Debió pensarla antes. ¿Puede el magistrado Jorge Pretelt argumentar que la Corte Constitucional no ha sufrido por las denuncias en su contra? Por supuesto que no. Y lo mismo puede preguntársele a muchos otros funcionarios que han decidido anteponer sus caprichos al bienestar de las instituciones que, sólo por un momento, han tenido el honor de representar.
No se trata de prejuzgar a los denunciados. Ellos, claro, tienen derecho a su defensa en los tribunales y en el debate público. Pero cuando hay dudas sobre su integridad, lo más sano para el país es que se aparten de los cargos con dignidad, se defiendan como civiles y protejan la majestad del Estado.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.