¿Demasiados poderes?
No estamos argumentando que deba presumirse la mala fe de los policías, pero la existencia de ese antecedente exige que, para construir confianza que influya en la cultura ciudadana, las reglas de juego sean muy claras y específicas, y que las potestades estén bien delimitadas para detectar con facilidad cuando haya una extralimitación de las funciones.
El Espectador
Era de vital importancia actualizar el Código de Policía para que refleje los cambios en la sociedad y dote a la fuerza civil de las herramientas que necesita para cumplir su rol esencial en el mantenimiento de la paz. Sin embargo, el trámite expedito del proyecto de ley dejó a varias personas con la justa sensación de que no se restringió lo suficiente la discrecionalidad de los uniformados, lo que en un país como el nuestro puede llevar a serios problemas.
El Código de Policía aún vigente se expidió en 1971, lo que significa que lleva 45 años sirviendo como manual de operación de los policías colombianos. Como bien lo explicó el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, “era necesaria su actualización (pues) el Código que nos regía se creó cuando aún no existía el celular, ni la tecnología que hoy día tenemos y que sin duda contribuye a incentivar la denuncia”. Por eso, esta semana que termina, con una votación de 91 votos a favor y tres en contra, la plenaria de la Cámara de Representantes aprobó en último debate el proyecto que será conciliado la semana entrante y pasará a sanción presidencial.
No obstante, voces dentro de la sociedad civil se han preguntado con razón si no hizo falta más discusión sobre los límites a ciertos poderes de la Policía, que pasaron sin mayor modificación debido al afán de una legislatura que terminaba y con la utilización del pupitrazo como mecanismo de aprobación. Tienen razón.
Las críticas se centran en la capacidad otorgada a los policías de “penetrar” en los domicilios, sin una orden judicial, “cuando fuese de imperiosa necesidad”; el permiso de entrar a desconectar los objetos que estén incumpliendo las normas de ruido; la posibilidad de los policías de “escoger” el uso de la fuerza que cause menor daño a la integridad de las personas y de sus bienes; el “traslado por protección” cuando la persona esté embriagada o bajo el efecto de sustancias psicoactivas, y la limitación de la protesta supeditándola siempre a tener autorización del Estado, que podrá decidir si considera que la manifestación tiene un “fin legítimo”.
Dice el ministro Villegas que “con esto la Policía aumenta sus compromisos y esperamos que la implementación cambie la cultura ciudadana”. Sin embargo, la manera en que se presentan las potestades anteriores le otorga una confianza irrestricta a la Policía para tomar decisiones que están directamente relacionadas con derechos fundamentales de los colombianos.
La historia nos ha demostrado que en lamentables situaciones el abuso de la autoridad ha servido para victimizar a personas indefensas ante la discrecionalidad de agentes oficiales. Por supuesto, no estamos argumentando que deba presumirse la mala fe de los policías, pero la existencia de ese antecedente exige que, para construir confianza que influya en la cultura ciudadana, las reglas de juego sean muy claras y específicas, y que las potestades estén bien delimitadas para detectar con facilidad cuando haya una extralimitación de las funciones.
Tampoco puede echarse en saco roto la preocupación de la Fundación Karisma sobre la amplia definición de “espacio público” en el nuevo Código de Policía, que, argumenta, permite la intervención en espacios protegidos por el derecho a la intimidad y, por ende, debería ser sujeto de otro debate y una ley estatutaria.
Ante el afán del Congreso, parece que será la Corte Constitucional, una vez más, la encargada de cerciorarse de que la interpretación del Código esté acorde con los límites que impone la Carta Política. Sabemos que la Policía tendrá nuevos retos en el posconflicto, y que dotarla de facultades suficientes es fundamental para la paz, pero precisamente por eso hizo falta un mayor compromiso político por delimitar qué pueden y qué no pueden hacer.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com
Era de vital importancia actualizar el Código de Policía para que refleje los cambios en la sociedad y dote a la fuerza civil de las herramientas que necesita para cumplir su rol esencial en el mantenimiento de la paz. Sin embargo, el trámite expedito del proyecto de ley dejó a varias personas con la justa sensación de que no se restringió lo suficiente la discrecionalidad de los uniformados, lo que en un país como el nuestro puede llevar a serios problemas.
El Código de Policía aún vigente se expidió en 1971, lo que significa que lleva 45 años sirviendo como manual de operación de los policías colombianos. Como bien lo explicó el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, “era necesaria su actualización (pues) el Código que nos regía se creó cuando aún no existía el celular, ni la tecnología que hoy día tenemos y que sin duda contribuye a incentivar la denuncia”. Por eso, esta semana que termina, con una votación de 91 votos a favor y tres en contra, la plenaria de la Cámara de Representantes aprobó en último debate el proyecto que será conciliado la semana entrante y pasará a sanción presidencial.
No obstante, voces dentro de la sociedad civil se han preguntado con razón si no hizo falta más discusión sobre los límites a ciertos poderes de la Policía, que pasaron sin mayor modificación debido al afán de una legislatura que terminaba y con la utilización del pupitrazo como mecanismo de aprobación. Tienen razón.
Las críticas se centran en la capacidad otorgada a los policías de “penetrar” en los domicilios, sin una orden judicial, “cuando fuese de imperiosa necesidad”; el permiso de entrar a desconectar los objetos que estén incumpliendo las normas de ruido; la posibilidad de los policías de “escoger” el uso de la fuerza que cause menor daño a la integridad de las personas y de sus bienes; el “traslado por protección” cuando la persona esté embriagada o bajo el efecto de sustancias psicoactivas, y la limitación de la protesta supeditándola siempre a tener autorización del Estado, que podrá decidir si considera que la manifestación tiene un “fin legítimo”.
Dice el ministro Villegas que “con esto la Policía aumenta sus compromisos y esperamos que la implementación cambie la cultura ciudadana”. Sin embargo, la manera en que se presentan las potestades anteriores le otorga una confianza irrestricta a la Policía para tomar decisiones que están directamente relacionadas con derechos fundamentales de los colombianos.
La historia nos ha demostrado que en lamentables situaciones el abuso de la autoridad ha servido para victimizar a personas indefensas ante la discrecionalidad de agentes oficiales. Por supuesto, no estamos argumentando que deba presumirse la mala fe de los policías, pero la existencia de ese antecedente exige que, para construir confianza que influya en la cultura ciudadana, las reglas de juego sean muy claras y específicas, y que las potestades estén bien delimitadas para detectar con facilidad cuando haya una extralimitación de las funciones.
Tampoco puede echarse en saco roto la preocupación de la Fundación Karisma sobre la amplia definición de “espacio público” en el nuevo Código de Policía, que, argumenta, permite la intervención en espacios protegidos por el derecho a la intimidad y, por ende, debería ser sujeto de otro debate y una ley estatutaria.
Ante el afán del Congreso, parece que será la Corte Constitucional, una vez más, la encargada de cerciorarse de que la interpretación del Código esté acorde con los límites que impone la Carta Política. Sabemos que la Policía tendrá nuevos retos en el posconflicto, y que dotarla de facultades suficientes es fundamental para la paz, pero precisamente por eso hizo falta un mayor compromiso político por delimitar qué pueden y qué no pueden hacer.
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