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El alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, ha iniciado una batalla contra los relatos que intentan glorificar la figura de Pablo Escobar. Sus propuestas, bastante razonables, le apuntan a crear las condiciones en esa ciudad para que sean las víctimas y las consecuencias perversas del narcotráfico el centro de atención en los lugares más visitados por los turistas. Ese proceso es el mismo que debe hacerse en Colombia en tiempos de construcción de una memoria histórica desde y para las víctimas que evite la repetición. El mensaje debe ser inequívoco: no vamos a permitir que se olvide el dolor por el que hemos pasado, ni que los victimarios se conviertan en leyendas.
Hace un par de semanas, Gutiérrez propuso que el edificio Mónaco, ubicado en El Poblado y actualmente propiedad del Estado, fuera demolido para darle paso a un parque que contenga un homenaje a las víctimas de Escobar. El gesto no es menor: ese lugar, construido por el narcotraficante y que albergó a su familia, es hoy una de las atracciones centrales en los denominados narcotours, recorridos informales que les muestran a los turistas los lugares paradigmáticos de la historia de Escobar. Según El Colombiano, todos los días más de 20 carros pasan por el edifico llevando turistas acompañados de un guía. Por eso, Gutiérrez dijo que “la historia la están contando quienes sacan provecho económico de los narcotours y convierten los escenarios en espacios de tributo a estas personas que hicieron tanto mal. El tributo debe ser a las víctimas”. Estamos de acuerdo.
Si bien es inevitable que los mitos criminales sigan atrayendo turistas indiferentes a las consecuencias de su violencia, la intervención simbólica de los espacios claves demuestra que el país quiere construir memoria desde las víctimas, no desde sus victimarios. Les dice a los afectados y a sus descendientes que su dolor importa y jamás será olvidado. Además invita a la reflexión, a confrontar una historia compleja para no repetirla. Lo dijo Gutiérrez: “No es dejar de hablar de Pablo Escobar; lo que hay es que contar la historia real y que no sea una ofensa a las víctimas”. También le dijo a El Colombiano el comandante de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, general Óscar Gómez Heredia: “Con la demolición se demostraría que el dinero mal habido no conduce a nada”. Mensaje urgente y con mucha vigencia.
La otra lucha, también necesaria, que emprendió Gutiérrez fue criticar públicamente a varios artistas que han profesado irresponsable admiración por Escobar. Sin caer en la censura oficial (que sería reprochable), que el alcalde de Medellín se tome la tarea personal de educar a través de la denuncia, de no tolerar los discursos cómodos con los criminales, envía un mensaje poderoso de que el Estado, en todas sus manifestaciones, no tolerará el culto al narco y la violencia que trae consigo. Es Colombia respaldando a sus víctimas, diciendo con vehemencia “nunca más”.
Medellín, entonces, está proponiéndole un reto al resto del país. Ahora que empezamos el proceso de reconciliación, y mientras los narcos tienen una nueva era de influencia en varias regiones de Colombia, este tipo de símbolos importan. Debemos apostarle a una memoria histórica que ponga la lupa en las víctimas, en sus tragedias y en su supervivencia. También debemos rechazar sin reparos la glorificación del narcotraficante y del criminal; de la violencia como mecanismo de lucha política o como herramienta para crear Estados paralelos amparados en una cultura de la ilegalidad. ¿Por qué no demoler los edificios Mónaco que, aunque menos famosos, se erigen como símbolos de la opulencia obtenida a través de la sangre y que están regados por toda Colombia? Construir en su lugar homenajes para las víctimas es cambiar la mentalidad de este país que lleva tantos años en guerra.
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