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Hace exactamente una década, en República Dominicana se consumaron más de 150 años de antihaitianismo. El 23 de septiembre de 2013, el Tribunal Constitucional Dominicano emitió la Sentencia 168, con la cual modificó de manera retroactiva las reglas para obtener la nacionalidad de ese país. Tras el fallo, aquellos que habían nacido en el territorio nacional, pero cuyos padres eran migrantes irregulares, quedaron excluidos de la nacionalidad dominicana. En este contexto, el término “migrantes irregulares” es prácticamente un eufemismo para no nombrar a los vecinos haitianos. La medida solo afectó a esa población, la cual el mismo Estado dominicano alentó a migrar de manera desordenada durante el siglo XX para que fuera mano de obra barata en las plantaciones azucareras y construcciones, sin preocuparse por su correspondiente retorno.
En consecuencia, según cifras de la Acnur, unos 133.000 descendientes de haitianos fueron privados de su derecho a la nacionalidad y viven la más grande crisis de apatridia (carencia de ciudadanía) del continente. No pueden ingresar a universidades, circular libremente por su país, tener trabajos formales, acceder a salud y seguridad social, y son muy vulnerables a trata de personas y trabajo forzado. El Estado no les brinda debidamente sus actas de nacimiento, viven con miedo a ser expulsados y son frecuentes víctimas de perfilamientos arbitrarios “por ser negros”, según ha documentado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
“Inhumana” fue la palabra que usó en 2013 Luis Abinader Corona, hoy presidente, para descalificar la sentencia. Pero ahora con él en el poder, como hemos documentado repetidamente en El Espectador, la situación se ha puesto peor. En contravía de los organismos internacionales, el Gobierno de Abinader persiste en negar que exista apatridia en su país. A las denuncias por perfilamientos raciales se suman historias escalofriantes del ejército hostigando a niños negros y entrando a hospitales a perseguir a mujeres haitianas en trabajo de parto. El presidente cayó en el truco populista de presentar la migración, que es un derecho, como un problema de seguridad. En 2021 prohibió la entrada al país de extranjeras con más de seis meses de embarazo, suspendió la renovación de visas estudiantiles a haitianos y ordenó la construcción de un muro para separar los dos países, y en 2023 ordenó el cierre total de la frontera para protestar porque Haití construye un canal de riego en el río Masacre para contrarrestar la aridez, pese a que es un afluente compartido por los dos países y que Dominicana ha construido 11 obras en él. Sí, Haití es un país controlado por bandas criminales, pero las personas privadas de su nacionalidad nacieron en República Dominicana: no son migrantes aun cuando sí lo fueran sus ancestros.
Es frustrante y vergonzosa la indiferencia actual de la comunidad internacional cuando, en su momento, su condena a la Sentencia 168 obligó al Gobierno dominicano a promover la Ley 169 de 2014. Según esa ley, se les devolverían sus documentos a quienes les fueron incautados teniéndolos en orden, y a quienes no los tenían se les obligaría a registrarse como extranjeros, pese a no serlo, como única forma de iniciar un proceso de naturalización pasados dos años. Los segundos, que son la mayoría, se quejan de que ha sido enorme el desorden institucional y aún no se les ha cumplido. La Acnur y la CIDH confirman que eso sucede, pero al parecer los gobiernos de la región creyeron que con la Ley 169 quedó resuelto el asunto. Organizaciones de la sociedad civil, como Dominincan@s por Derecho, también han hecho enormes esfuerzos para hacer visible esta crisis y presionar al Gobierno para que responda por sus ciudadanos, pero es difícil cuando se trata de una población privada de sus derechos políticos. Por eso es urgente que los demás Estados vuelvan a las vías diplomáticas para protestar contra esta infame violación de derechos humanos.
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