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Lo que ocurrió en Washington DC, con la toma del Capitolio por parte de una turba de ciudadanos fanáticos, es el legado del manejo irresponsable que el presidente Donald Trump le ha dado a su país. Este asalto a la democracia, con el fin de impedir que se cumpliera el trámite necesario para reconocer a Joe Biden como el nuevo presidente electo, fue un intento de golpe de Estado que debería ser condenado sin ambages. El senador demócrata Chuck Schumer pidió que se remueva a Trump de la Casa Blanca, acudiendo a la Enmienda 25 de la Constitución, que así lo permite. The Washington Post, en su editorial de ayer, dice que “la responsabilidad de este acto de sedición recae directamente en el presidente, quien ha demostrado que su permanencia en el cargo representa una grave amenaza para la democracia estadounidense. Debería ser removido”.
Trump ha utilizado el caudillismo, el populismo y el autoritarismo para erosionar las bases de una democracia que, con sus imperfecciones, ha sido un referente del respeto a la institucionalidad y al Estado de derecho. Un gobernante sin mayores principios éticos, que ha utilizado la mentira de manera reiterada, que ha atizado el odio y la polarización, que ha promovido la xenofobia, el racismo y la misoginia, cosecha ahora lo sembrado a lo largo de estos cuatro vergonzosos años. El ocupante de la Casa Blanca convocó a sus seguidores a que acudieran a la capital para rechazar el resultado de unas elecciones que él considera, sin ningún sustento, como fraudulentas. El miércoles en la mañana, en un discurso que debería servir como prueba para su remoción, dijo a los manifestantes que “nunca recuperarán nuestro país con debilidad. Tienen que mostrar fuerza y tienen que ser fuertes”. Además, mencionó que él mismo los acompañaría hasta el Capitolio para impedir que los congresistas validaran el robo de los comicios. Ahí están los resultados.
Desde que inició la actual andanada contra el resultado de los comicios, Trump había anunciado que utilizaría todos los medios disponibles para oponerse a la derrota. Ninguna de sus estrategias le dio resultado. Después de reconteos y más de 50 demandas ante distintas instancias locales, estatales o nacionales, entre ellas la Corte Suprema de Justicia, ninguna le ha dado la razón. Pero, atenido a la vieja estrategia goebbeliana de que una mentira repetida muchas veces termina por convertirse en verdad, las encuestas demuestran que cerca del 70 % de sus 72 millones de votantes creen que en efecto hubo fraude. En otra encuesta, el 45 % de los republicanos consultados estuvieron de acuerdo con la toma del Congreso.
Que en Estados Unidos haya acontecido lo que, según el expresidente republicano George W. Bush, sucede en cualquier república bananera da mucho qué pensar. Incluso la OEA, en un fuerte e inusual comunicado para referirse al país del norte, utilizó un lenguaje similar al que el organismo ha empleado en ocasiones anteriores con países de América Latina: “La democracia tiene su pilar fundamental en la independencia de los poderes del Estado, los cuales deben actuar completamente libres de presión. El ejercicio de la fuerza y el vandalismo contra las instituciones constituye un grave ataque contra el funcionamiento democrático. Exhortamos a recuperar la necesaria racionalidad y a cerrar el proceso electoral conforme a la Constitución y a los procedimientos institucionales correspondientes”. Como paradoja, Trump, que señaló a Biden como la persona que traería el chavismo, ha sido el que ha convertido a su país en algo muy parecido a la Venezuela de Maduro.
Este hecho debe ser un llamado de atención a cerrar filas en defensa de la democracia. En cualquier otro país donde se hubieran presentado hechos similares a los acontecidos en Washington DC, su presidente debería renunciar o ser removido del cargo de acuerdo con la Constitución. Es hora de que Estados Unidos, para garantizar la institucionalidad, haga la propio.
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