Ecuador violó una de las normas básicas de convivencia entre los Estados. La Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961 existe porque reconoce que es esencial respetar a los representantes de otros países que se encuentran en territorio extranjero incluso en momentos de graves crisis. La idea es básica y poderosa: allí donde hay una embajada se entiende que su sede es una extensión del país al que representa, por lo que se debe respetar. Una invasión a una embajada es una violación a la soberanía, un rompimiento del derecho internacional y una afrenta a la comunidad de naciones. Más allá de los aspavientos de los defensores de lo hecho por Ecuador, lo que ocurre es un grave síntoma de un país en deriva autoritaria.
El viernes pasado, la Policía ecuatoriana rodeó la Embajada de México en Quito. Con violencia, tumbaron puertas, recorrieron las instalaciones, agredieron a Roberto Canseco, jefe de la sección consular mexicana, esposaron a Jorge Glas, se lo llevaron y ahora está en una prisión de máxima seguridad. Mientras casi todos los países de América Latina condenaron lo ocurrido, el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, celebró: “Ningún delincuente puede ser considerado un perseguido político”, dijo. Aquí se abren dos debates que no deberían mezclarse.
El primero está relacionado con Glas, quien fuera vicepresidente de Rafael Correa y luego de Lenín Moreno y la justicia ecuatoriana lo condenó en tres casos por corrupción. Pagó cinco años de cárcel y obtuvo libertad condicional; pero, en vísperas de una posible nueva captura, se refugió en la Embajada mexicana el pasado 17 de diciembre. El 5 de abril, México le concedió el asilo político, por lo que pidió el salvoconducto para llevarlo a Ciudad de México. Fue entonces cuando Ecuador decidió violar la sede de la embajada. Entonces, la pregunta es: ¿México debería haber concedido asilo e irrespetado la justicia ecuatoriana? Rafael Correa, jefe de Glas, lleva años asilado en Bélgica, también huyendo de la justicia de su país. En editoriales pasados, hemos comentado cómo el discurso de persecución política se desdibuja ante los hechos de que bajo las presidencias de Correa hubo actos claros de corrupción.
Sin embargo, lo ocurrido el viernes pasado trasciende la discusión sobre Glas. Este es el segundo debate: más allá de las diferencias de criterio entre Ecuador y México, la norma sobre la inviolabilidad de las embajadas existe como una salvaguarda necesaria de la soberanía de los países. Las embajadas han servido como refugio para personas que huyen de regímenes autoritarios. Incluso en momentos de guerra o desastre institucional, el respeto a esos espacios ha sido clave para proteger los derechos de las personas. Decir que se pueden romper las normas internacionales para perseguir a un criminal es abrir la puerta a innumerables abusos.
No es coincidencia que países con presidencias tan disímiles en lo ideológico como Argentina, Uruguay, Chile, Colombia y Costa Rica hayan condenado lo ocurrido. Es inaceptable. No podemos caer en el juego del populismo de la seguridad como excusa de cualquier abuso. Ecuador debe ser sancionado diplomáticamente.
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