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La historia que no puede dejar de contarse sobre el régimen de Nicolás Maduro es que la crueldad y sus ambiciones de control son evidentes desde hace muchos años. Que el 2024 y el 2025 hayan sido años particularmente violentos y frustrantes no significa que se trate de una ocurrencia nueva. En varias ocasiones lo vimos reprimir violentamente las protestas, tomar el control de las ramas del poder público y servir de cómplice de una burocracia autoritaria mantenida a punta de corrupción.
Cuando la oposición ganó abrumadoramente las mayorías de la Asamblea Nacional, en elecciones donde nadie pudo acusar fraude, el gobierno Maduro se encargó de quitarle poder, burlar todas sus leyes y volverla obsoleta. Cuando algunos jueces marcaron resistencia a los designios del chavismo, fueron perseguidos e incluso encarcelados. Cuando el Consejo Nacional Electoral mostraba algunas intenciones de autonomía, se nombró a personas fieles al madurismo. Y así de fácil, en unos cuantos años, todas las ramas del poder público terminaron siendo parte del régimen.
Mientras tanto, cualquier disenso ha sido perseguido. Mediante la concesión de contratos a los militares, Maduro ha garantizado su fragmentación y lealtad, y, al mismo tiempo, les ha dado vía libre para intimidar. No es coincidencia que todo intento de secuestro o intimidación es llevado a cabo por colectivos que tienen cercanías a los militares. Colombia ha sufrido también por esto: el ELN, las disidencias de las FARC y varios grupos narcotraficantes tienen paso libre en la frontera y protección de las autoridades venezolanas. Por eso, tristemente, el camino de la paz de nuestro país depende de los caprichos del régimen.
Terrorismo de Estado. Así lo identificó, el 9 de enero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Eso es lo que ha hecho el gobierno de Maduro antes, durante y después de las elecciones de este año. En un informe de la Comisión escriben que “alrededor de 300 manifestaciones espontáneas fueron reprimidas por las fuerzas del régimen y grupos civiles de choque. La Operación Tun Tun resultó en al menos 25 muertes, más de 2.000 detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas y otras graves violaciones a los derechos humanos”. El único objetivo es proteger su poder. La democracia no existe y la legislación internacional humanitaria tampoco. No hay que dar muchas vueltas para nombrar lo que está ocurriendo: es una dictadura.
En la farsa de posesión presidencial que montó el pasado viernes, Maduro dijo: “Venezuela está en paz, en pleno ejercicio de su soberanía popular”. El cinismo es incomparable. Venezuela no está en paz: los opositores y defensores de derechos humanos tienen pánico a manifestarse, a salir a las calles, a enfrentarse a las autoridades y a los grupos paramilitares cómplices del Ejército. Tampoco es un ejercicio de soberanía popular. La mayoría de la gente votó por Edmundo González. Maduro nunca mostró las actas porque lo sabe. No podemos dejar de denunciar, exigir justicia y acompañar a tantos venezolanos que han migrado y a los que se han quedado. La tragedia venezolana continúa.
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