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Leer las declaraciones del último año de muchos senadores y representantes es entrar en un mundo paralelo. Envalentonados por la baja popularidad del presidente Gustavo Petro, los legisladores que no siguen su proyecto y son mayoría han buscado posicionarse como una especie de resistencia. El Congreso es autónomo, dicen; no se trata de ser una simple notaría, argumentan. Hemos escuchado una y otra vez la importancia de la separación de poderes y la reivindicación de la rama Legislativa como un poder en sí mismo. Todo eso es bastante útil y necesario. Por supuesto que en democracia es esencial tener un Congreso deliberante, capaz de dar sus propias peleas y construir país. Sin embargo, si los congresistas son conscientes de eso, ¿por qué se siente como si su único proyecto fuera hacer política en contra o a favor del presidente? ¿Por qué seguimos sin iniciativas legislativas que nos propongan una visión de país?
Es verdad que esto no es algo nuevo. En la Colombia presidencialista que tenemos, la dinámica suele funcionar así: el Gobierno propone y, cuando no, igual su posición es fundamental para decidir si un proyecto es discutido o no. Mientras tanto, el Congreso se conforma con pedir burocracia en el Ejecutivo o aprobar proyectos de ley propios sin mucha trascendencia. Eso ha sido siempre una oportunidad perdida. Los congresistas olvidan que tienen, en efecto, independencia, que no necesitan esperar a la rama Ejecutiva para aprobar proyectos ambiciosos y que nuestra estructura constitucional permite una relación que vaya mucho más allá de lo transaccional.
Una razón, claro está, es el personalismo. Los congresistas están concentrados en garantizar su reelección, expandir su poder en las regiones de influencia y posicionarse como figuras del debate público. También tenemos a quienes pasan inadvertidos y forjan una carrera pública basada en ser inofensivos, irrelevantes e inconsecuentes. El problema es que, en la práctica, eso se traduce en que tenemos un Congreso disperso, sin capacidad de liderazgo ni de aportarle a Colombia.
Uno esperaría, entonces, que el Congreso actual fuera diferente. Los congresistas deberían estar proponiendo cuál es la Colombia que se imaginan. Eso no ha pasado. Más allá de la ley de descentralización de los recursos, que sigue en espera de otra ley que la reglamente, este Congreso ha sido bastante opaco. Lo cual hace ver aún peor la manera en que, por ejemplo, se enterró la reforma laboral en la Comisión VII del Senado, que nos tiene ahora en un caldeado ambiente político: un debate tan importante para Colombia quedó convertido en un show de vanidades.
¿Dónde están los grandes proyectos de ley, construidos a partir de coaliciones amplias, más allá de los deseos de figuración personal? ¿Cuál es la manera de hacer política que congresistas afines, en conjunto, le proponen al país? En ausencia de las reformas estructurales del Gobierno, ¿cuál es la contrapropuesta de los partidos políticos? No hay. Los congresistas, como la Casa de Nariño, también están en perpetua campaña política. Se condenan a sí mismos a la irrelevancia, y hacen que los colombianos sientan que el rol de la rama Legislativa es siempre secundario. No es justo que tengamos un Congreso solo para dar declaraciones virales en redes sociales.
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