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La inacción también es una forma de crueldad. El Congreso de la República hundió, una vez más, un proyecto que buscaba garantizar el derecho a una muerte digna en Colombia. Faltaron los votos, solo cuatro, mientras que los opositores de la iniciativa celebraron. Es difícil comprender cuál es el motivo de sentirse orgullosos: ¿conseguir que personas, en sus momentos más vulnerables, tengan que alargar su sufrimiento por estar sepultados en trabas burocráticas? Nuestro país ha visto los casos de las personas que solicitan la eutanasia: nunca se ha tratado, como proponen quienes caricaturizan el debate, de personas que abusan el sistema, sino de seres humanos pidiendo partir en sus términos ante una situación insuperable. La respuesta de la rama Legislativa ha sido de una profunda falta de empatía.
Desde 1998, la Corte Constitucional ha tenido que expedir once sentencias pidiendo que se regule el derecho a una muerte digna. El Congreso lo ha intentado, con más de 15 iniciativas legislativas, pero todas se han chocado con el fracaso. Tiene razón el representante Juan Carlos Losada, del Partido Liberal y autor del proyecto que acaba de ser hundido: “La Corte Constitucional se ha cansado de exhortar al Congreso de la República que regule la eutanasia en Colombia”. El problema es que esa exhortación no es un capricho. El alto tribunal ha visto cómo los colombianos se chocan con infiernos burocráticos y múltiples trabas por culpa de una regulación poco clara. En el peor de los casos, eso significa personas que sufren durante meses o incluso años, que son sometidos a tratos inhumanos, mientras esperan una autorización que nunca llega.
Cuando este debate comenzó en el país había mucha desinformación. La posición conservadora, como suele ocurrir en este tipo de conversaciones sobre temas morales que merecen empatía, fue dibujar un apocalipsis. Se dijo, por ejemplo, que la eutanasia iba a permitir que los profesionales de la salud no hicieran su trabajo en salvar a los pacientes, que se iba a forzar a las personas a morir anticipadamente, que los procedimientos podrían convertirse en un capricho y que se dejaría de proteger la vida. Sin embargo, en estos años donde hemos visto procedimientos de eutanasia que se volvieron públicos precisamente por las trabas, el país también conoció la realidad. Quienes buscan morir dignamente no lo hacen para abusar del sistema; los médicos que realizan ese tipo de procedimientos tampoco están renunciando a sus compromisos éticos. Al contrario, es comprender que una vida digna también implica poder decidir cómo termina cuando hay dolores insoportables.
En últimas, la eutanasia es una invitación a la empatía más profunda. Ponernos en el lugar de otro ser humano que está sufriendo y que desea enfrentar la muerte acompañado de sus seres queridos, protegido por profesionales de la salud que le evitan el malestar en un momento de tanta vulnerabilidad. Hace poco, El Espectador tuvo el honor de publicar la última columna de Tatiana Andia, quien nos recuerda esto que venimos discutiendo: “Se acabó la fiesta, justamente porque dejó de ser una fiesta y se convirtió en un suplicio. Me apagaron la música. Me retiro con dignidad”. ¿Por qué el Congreso se sigue oponiendo a que los colombianos puedan retirarse con dignidad?
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