La educación que medimos
LO QUE NO SE MIDE NO SE PUEDE mejorar. Este concepto, omnipresente en el mundo de la gestión empresarial, ha llegado también a la educación colombiana, en el camino que se ha propuesto el Gobierno Nacional de que en el año 2025 Colombia sea el país más educado de América Latina.
El Espectador
Central en este propósito es el nuevo Índice Sintético de Calidad Educativa (ISCE), anunciado por la ministra Gina Parody el pasado 25 de marzo, durante el primer “Día E” o de la excelencia educativa. El índice, ya se sabe, está diseñado sobre cuatro variables: los resultados de la prueba Saber, qué tanto mejora el colegio de un año a otro en dicha prueba, la tasa de repitencia y el ambiente escolar. En tres números y en una encuesta se definirán pues los parámetros de calidad de nuestra educación básica. Y en función de la evolución del ISCE se distribuirán los incentivos económicos del Estado. Los colegios, cada “Día E”, analizarán los resultados y prepararán sus planes de mejoramiento.
Varias cosas positivas hay en el asunto. Primero, lo obvio: la medición es necesaria, tanto más en la educación pública, si se quiere saber dónde estamos y para dónde vamos y a dónde queremos llegar. Segundo, se ubica a las instituciones educativas como centro del problema y, por supuesto, de la solución. Tercero, se evalúa el mejoramiento, no el nivel, lo que permite análisis diferenciales. Cuarto, más obvio, la iniciativa y el ruido mediático que la ha acompañado ponen la calidad de la educación como prioridad de la sociedad.
Empero, surgen también muchas válidas preguntas. Por ejemplo, qué tanto de transformación tiene todo esto, pues los indicadores que forman el ISCE existen, los colegios los conocen y las jornadas de receso escolar para su análisis ya existían también. Pero además, ¿cuáles son las herramientas que el Estado proporciona a los colegios para que puedan mejorar? Más parece que se está dejando toda la responsabilidad en ellos. ¿Es la suma de indicadores para un nuevo valor todo lo que faltaba para que los colegios mejoraran? ¿Y si los colegios no mejoran, quedan abandonados a su suerte? Falta de coordinación de esta iniciativa con una estrategia integral de calidad es la crítica más enfatizada por los expertos.
Con todo, más allá de estas reservas que bien pueden servir para afinar el programa, se nos antoja más profunda una reflexión sobre la educación que necesita este país y cómo el nuevo índice y este enfoque del Estado frente a la excelencia académica contribuyen a ella. ¿Cumple un mejoramiento de los conocimientos en matemáticas, ciencia y lenguaje —que es lo que miden las pruebas PISA de la OCDE, en que queremos ser líderes regionales— con los fines de la educación que como sociedad acordamos en la Constitución (art. 67) y en la Ley 115 de 1994? Esos fines que hablan, por ejemplo, del “pleno desarrollo de la personalidad... dentro de un proceso de formación integral, física, psíquica, intelectual, moral, espiritual, social afectiva, ética, cívica”, ¿se satisfacen cuando las mediciones y los incentivos se enfocan a que los alumnos mejoren en una prueba que se centra en los conocimientos y no en las competencias ciudadanas y humanas?
Sin desconocer la importancia y el derecho que tienen nuestros jóvenes a adquirir los conocimientos técnicos, científicos y lingüísticos que les permitan competir en el mundo globalizado de hoy, vale preguntarse si un país en guerra, en proceso de transformación hacia la reconciliación, azotado por la corrupción y la cultura mafiosa, donde la vida vale tan poco, puede darse el lujo de apostar todo por esa sola instrucción y esperar que una variable tan gaseosa como el “ambiente escolar” cumpla con la formación en las competencias éticas y cívicas, entre otras muchas. Creemos que no y que lo que este enfoque provocará es que nuestra educación se dedique a cómo tener éxito en la prueba internacional, pues allí es donde se han puesto los objetivos y los incentivos. ¡Y con la falta que nos está haciendo una buena formación en valores !
Central en este propósito es el nuevo Índice Sintético de Calidad Educativa (ISCE), anunciado por la ministra Gina Parody el pasado 25 de marzo, durante el primer “Día E” o de la excelencia educativa. El índice, ya se sabe, está diseñado sobre cuatro variables: los resultados de la prueba Saber, qué tanto mejora el colegio de un año a otro en dicha prueba, la tasa de repitencia y el ambiente escolar. En tres números y en una encuesta se definirán pues los parámetros de calidad de nuestra educación básica. Y en función de la evolución del ISCE se distribuirán los incentivos económicos del Estado. Los colegios, cada “Día E”, analizarán los resultados y prepararán sus planes de mejoramiento.
Varias cosas positivas hay en el asunto. Primero, lo obvio: la medición es necesaria, tanto más en la educación pública, si se quiere saber dónde estamos y para dónde vamos y a dónde queremos llegar. Segundo, se ubica a las instituciones educativas como centro del problema y, por supuesto, de la solución. Tercero, se evalúa el mejoramiento, no el nivel, lo que permite análisis diferenciales. Cuarto, más obvio, la iniciativa y el ruido mediático que la ha acompañado ponen la calidad de la educación como prioridad de la sociedad.
Empero, surgen también muchas válidas preguntas. Por ejemplo, qué tanto de transformación tiene todo esto, pues los indicadores que forman el ISCE existen, los colegios los conocen y las jornadas de receso escolar para su análisis ya existían también. Pero además, ¿cuáles son las herramientas que el Estado proporciona a los colegios para que puedan mejorar? Más parece que se está dejando toda la responsabilidad en ellos. ¿Es la suma de indicadores para un nuevo valor todo lo que faltaba para que los colegios mejoraran? ¿Y si los colegios no mejoran, quedan abandonados a su suerte? Falta de coordinación de esta iniciativa con una estrategia integral de calidad es la crítica más enfatizada por los expertos.
Con todo, más allá de estas reservas que bien pueden servir para afinar el programa, se nos antoja más profunda una reflexión sobre la educación que necesita este país y cómo el nuevo índice y este enfoque del Estado frente a la excelencia académica contribuyen a ella. ¿Cumple un mejoramiento de los conocimientos en matemáticas, ciencia y lenguaje —que es lo que miden las pruebas PISA de la OCDE, en que queremos ser líderes regionales— con los fines de la educación que como sociedad acordamos en la Constitución (art. 67) y en la Ley 115 de 1994? Esos fines que hablan, por ejemplo, del “pleno desarrollo de la personalidad... dentro de un proceso de formación integral, física, psíquica, intelectual, moral, espiritual, social afectiva, ética, cívica”, ¿se satisfacen cuando las mediciones y los incentivos se enfocan a que los alumnos mejoren en una prueba que se centra en los conocimientos y no en las competencias ciudadanas y humanas?
Sin desconocer la importancia y el derecho que tienen nuestros jóvenes a adquirir los conocimientos técnicos, científicos y lingüísticos que les permitan competir en el mundo globalizado de hoy, vale preguntarse si un país en guerra, en proceso de transformación hacia la reconciliación, azotado por la corrupción y la cultura mafiosa, donde la vida vale tan poco, puede darse el lujo de apostar todo por esa sola instrucción y esperar que una variable tan gaseosa como el “ambiente escolar” cumpla con la formación en las competencias éticas y cívicas, entre otras muchas. Creemos que no y que lo que este enfoque provocará es que nuestra educación se dedique a cómo tener éxito en la prueba internacional, pues allí es donde se han puesto los objetivos y los incentivos. ¡Y con la falta que nos está haciendo una buena formación en valores !