En los ocho años que ya cumple hoy el pacto firmado en 2016 entre el Gobierno y la extinta guerrilla de las FARC, hemos visto cómo se pierde el impulso, cómo se cede a las creencias individuales -aun si no tienen asidero real-, cómo la ideología política puede retrasar de manera premeditada las urgencias, no de la guerrilla sino de las comunidades para quienes principalmente se firmó el Acuerdo de Paz, o cómo se trata de desnaturalizar ese histórico documento al servicio del Gobierno de turno. De todos los gobiernos de turno. Pero la vez, sigue siendo un ejemplo mundial de cómo encontrar salidas a un conflicto de años y, en local, ha mostrado resultados que a veces se pierden de vista en esa maraña de contradicciones.
En estos ocho años, el Acuerdo de Paz de Colombia ha sido punto de mira, bien para hacerlo trizas, como lo dijo alguna vez un ala política de este país, o para usarlo como excusa y otorgarle superpoderes que no tiene. Por ese lado han pasado ideas tiradas al aire, como la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, un acuerdo nacional, revivir el fast-track para asuntos variados y otras cuantas maromas creativas. En el entretanto, se ha desperdiciado la fuerza que sí tiene para cerrar brechas sociales, destrabar la distribución de la tierra, transformar los territorios rurales o poner a andar en serio la sustitución de cultivos, entre otras.
Algo de esa deuda ha recaído en el Congreso, que no les ha dado salidas ágiles a algunas de las iniciativas legislativas que se necesitan para apresurar su implementación. El informe que hace el proyecto Del Capitolio al Territorio sobre el papel del legislativo en esa ejecución dice que de las 107 normas necesarias para la implementación del Acuerdo de Paz, continúan pendientes 25, entre ellas, la reforma rural integral.
Otra responsabilidad proviene del Ejecutivo. Aun cuando era su lema de campaña, al presidente Gustavo Petro también se le olvidó por un momento el Acuerdo de Paz y solo hasta hace unos meses su Gobierno, a través del Ministerio del Interior que le dio a Juan Fernando Cristo, gestó un “plan de choque” con el que se pretende resucitar algunos de los puntos de ese pacto que parecían entrar en coma. Tomará tiempo ver los resultados de ese plan.
A pesar de embates y tropiezos, sin embargo, el Acuerdo de Paz, no como documento sino como un fenómeno vivo, ha hecho aportes innegables al país. No es un hecho menor que más de 13.000 personas que dejaron las armas sigan firmes en su tránsito a la vida civil -a pesar del asesinato de 435 excombatientes-. Tampoco lo son las cientos de verdades que se han descubierto o revelado en la Jurisdicción Especial para la Paz; menos aún, la recuperación de 1.569 cuerpos de personas desaparecidas y las 286 entregas dignas de personas halladas fallecidas a sus familias que ha hecho la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Tampoco los 5.921 niños, hijos de excombatientes, que nacieron tras la firma del Acuerdo en lo que se llamó el “baby boom” y que hoy crecen entre la expectativa de paz y la incertidumbre, como nos lo muestra la nota que este domingo publica Colombia+20.
Si tras ocho años el Acuerdo de Paz sigue resistiendo, es por los firmantes del Acuerdo que no se han ido, por las víctimas del conflicto que son el símbolo de la resiliencia, por las y los líderes sociales que lo han defendido -muchos con su vida-, las organizaciones sociales que lo han rodeado, las plataformas de mujeres, las comunidades indígenas y campesinas.
El Gobierno anunció esta semana que propondrá un proyecto de ley para ampliar el tiempo de implementación del Acuerdo. Mientras tanto, aún queda la mitad del camino y vale la pena apostarle en serio a avanzar en ella.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
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En los ocho años que ya cumple hoy el pacto firmado en 2016 entre el Gobierno y la extinta guerrilla de las FARC, hemos visto cómo se pierde el impulso, cómo se cede a las creencias individuales -aun si no tienen asidero real-, cómo la ideología política puede retrasar de manera premeditada las urgencias, no de la guerrilla sino de las comunidades para quienes principalmente se firmó el Acuerdo de Paz, o cómo se trata de desnaturalizar ese histórico documento al servicio del Gobierno de turno. De todos los gobiernos de turno. Pero la vez, sigue siendo un ejemplo mundial de cómo encontrar salidas a un conflicto de años y, en local, ha mostrado resultados que a veces se pierden de vista en esa maraña de contradicciones.
En estos ocho años, el Acuerdo de Paz de Colombia ha sido punto de mira, bien para hacerlo trizas, como lo dijo alguna vez un ala política de este país, o para usarlo como excusa y otorgarle superpoderes que no tiene. Por ese lado han pasado ideas tiradas al aire, como la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, un acuerdo nacional, revivir el fast-track para asuntos variados y otras cuantas maromas creativas. En el entretanto, se ha desperdiciado la fuerza que sí tiene para cerrar brechas sociales, destrabar la distribución de la tierra, transformar los territorios rurales o poner a andar en serio la sustitución de cultivos, entre otras.
Algo de esa deuda ha recaído en el Congreso, que no les ha dado salidas ágiles a algunas de las iniciativas legislativas que se necesitan para apresurar su implementación. El informe que hace el proyecto Del Capitolio al Territorio sobre el papel del legislativo en esa ejecución dice que de las 107 normas necesarias para la implementación del Acuerdo de Paz, continúan pendientes 25, entre ellas, la reforma rural integral.
Otra responsabilidad proviene del Ejecutivo. Aun cuando era su lema de campaña, al presidente Gustavo Petro también se le olvidó por un momento el Acuerdo de Paz y solo hasta hace unos meses su Gobierno, a través del Ministerio del Interior que le dio a Juan Fernando Cristo, gestó un “plan de choque” con el que se pretende resucitar algunos de los puntos de ese pacto que parecían entrar en coma. Tomará tiempo ver los resultados de ese plan.
A pesar de embates y tropiezos, sin embargo, el Acuerdo de Paz, no como documento sino como un fenómeno vivo, ha hecho aportes innegables al país. No es un hecho menor que más de 13.000 personas que dejaron las armas sigan firmes en su tránsito a la vida civil -a pesar del asesinato de 435 excombatientes-. Tampoco lo son las cientos de verdades que se han descubierto o revelado en la Jurisdicción Especial para la Paz; menos aún, la recuperación de 1.569 cuerpos de personas desaparecidas y las 286 entregas dignas de personas halladas fallecidas a sus familias que ha hecho la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Tampoco los 5.921 niños, hijos de excombatientes, que nacieron tras la firma del Acuerdo en lo que se llamó el “baby boom” y que hoy crecen entre la expectativa de paz y la incertidumbre, como nos lo muestra la nota que este domingo publica Colombia+20.
Si tras ocho años el Acuerdo de Paz sigue resistiendo, es por los firmantes del Acuerdo que no se han ido, por las víctimas del conflicto que son el símbolo de la resiliencia, por las y los líderes sociales que lo han defendido -muchos con su vida-, las organizaciones sociales que lo han rodeado, las plataformas de mujeres, las comunidades indígenas y campesinas.
El Gobierno anunció esta semana que propondrá un proyecto de ley para ampliar el tiempo de implementación del Acuerdo. Mientras tanto, aún queda la mitad del camino y vale la pena apostarle en serio a avanzar en ella.
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