Las declaraciones públicas de Salvatore Mancuso ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no le contaron mucho de nuevo a un país acostumbrado a la horrible alianza entre paramilitares, fuerzas estatales y miembros de la élite política y empresarial. Eso es cierto, como señalaron incluso organizaciones de víctimas. Sin embargo, las 36 horas de declaración en vivo tuvieron un doble impacto que no es menor para un país en proceso de reconciliación: por un lado, es la primera vez que tantos colombianos escuchan esta versión sin interrupciones y con libre acceso; por otro, si lo dicho va acompañado de las pruebas que el tribunal de paz ha pedido bajo reserva, podría corregirse una de las principales deudas de los procesos fallidos de Justicia y Paz.
No nos hacemos muchas esperanzas. Los líderes del paramilitarismo que se sometieron a la justicia han dicho, palabras más, palabras menos, lo mismo que Mancuso desde hace años. Él mismo ya había dado testimonios similares en sus procesos fallidos, antes y después de ser extraditado. Además, basta con las condenas de la justicia ordinaria para saber, por ejemplo, que los paramilitares se tomaron un tercio del Congreso justo durante las presidencias de Álvaro Uribe, que era común influir sobre alcaldías y gobernaciones locales, que las masacres más terribles que ha visto esta tierra se hicieron con la complicidad por acción y por omisión de las Fuerzas Armadas. El dolor paramilitar, que tiene herederos en varios de los grupos armados al margen de la ley ligados con el narcotráfico que hoy operan en el país, es una herida sin cerrar.
Dicho eso, lo que ha cambiado es el espacio de confesión. La JEP ha hecho un trabajo excepcional de permitirle a Colombia ubicar el foco de la atención nacional sobre los crímenes más atroces. Su excelente equipo de investigadores y magistrados ha permitido aterrizar lo intangible y dar cuenta de qué ocurrió en los años del conflicto. Si el tribunal de paz recibe en privado las pruebas con las que nunca ha contado la justicia ordinaria y decide admitir a Mancuso, este proceso podría convertirse en uno de los más importantes de la justicia transicional. No solo por la construcción de verdad y por el rol preponderante que tuvieron en el horror los paramilitares, sino porque el acompañamiento de las víctimas ha sido esencial en los espacios de la JEP.
Claro, todo esto depende de la voluntad de Mancuso. Ya Jorge 40 fue rechazado esta semana por su incapacidad de aportar nuevas pruebas y verdades. El mensaje es claro: no se puede acceder a los beneficios de la justicia transicional si no hay un aporte que le ayude de manera genuina a la reconciliación del país. Más allá de los escándalos puntuales que generó el nombrar a ciertos políticos, la pregunta de fondo es esa: ¿hay pruebas? Y si sí, ¿podremos por fin entender en profundidad los tentáculos del paramilitarismo en la gran tragedia colombiana? En un par de meses lo sabremos.
Mientras tanto, son inaceptables los ataques de ciertos sectores a la legitimidad de la JEP. Sus años de trabajo y los avances en los macrocasos han mostrado que no son tribunales de impunidad, que su aporte a la verdad es y será muy valioso, y que el rol de los magistrados ha sido desde la autonomía e independencia judicial. Necesitamos un consenso de todas las fuerzas políticas para blindar la justicia transicional y que siga dando espacios para testimonios que sacudan al país. Es una labor esencial para la reconciliación.
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Las declaraciones públicas de Salvatore Mancuso ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no le contaron mucho de nuevo a un país acostumbrado a la horrible alianza entre paramilitares, fuerzas estatales y miembros de la élite política y empresarial. Eso es cierto, como señalaron incluso organizaciones de víctimas. Sin embargo, las 36 horas de declaración en vivo tuvieron un doble impacto que no es menor para un país en proceso de reconciliación: por un lado, es la primera vez que tantos colombianos escuchan esta versión sin interrupciones y con libre acceso; por otro, si lo dicho va acompañado de las pruebas que el tribunal de paz ha pedido bajo reserva, podría corregirse una de las principales deudas de los procesos fallidos de Justicia y Paz.
No nos hacemos muchas esperanzas. Los líderes del paramilitarismo que se sometieron a la justicia han dicho, palabras más, palabras menos, lo mismo que Mancuso desde hace años. Él mismo ya había dado testimonios similares en sus procesos fallidos, antes y después de ser extraditado. Además, basta con las condenas de la justicia ordinaria para saber, por ejemplo, que los paramilitares se tomaron un tercio del Congreso justo durante las presidencias de Álvaro Uribe, que era común influir sobre alcaldías y gobernaciones locales, que las masacres más terribles que ha visto esta tierra se hicieron con la complicidad por acción y por omisión de las Fuerzas Armadas. El dolor paramilitar, que tiene herederos en varios de los grupos armados al margen de la ley ligados con el narcotráfico que hoy operan en el país, es una herida sin cerrar.
Dicho eso, lo que ha cambiado es el espacio de confesión. La JEP ha hecho un trabajo excepcional de permitirle a Colombia ubicar el foco de la atención nacional sobre los crímenes más atroces. Su excelente equipo de investigadores y magistrados ha permitido aterrizar lo intangible y dar cuenta de qué ocurrió en los años del conflicto. Si el tribunal de paz recibe en privado las pruebas con las que nunca ha contado la justicia ordinaria y decide admitir a Mancuso, este proceso podría convertirse en uno de los más importantes de la justicia transicional. No solo por la construcción de verdad y por el rol preponderante que tuvieron en el horror los paramilitares, sino porque el acompañamiento de las víctimas ha sido esencial en los espacios de la JEP.
Claro, todo esto depende de la voluntad de Mancuso. Ya Jorge 40 fue rechazado esta semana por su incapacidad de aportar nuevas pruebas y verdades. El mensaje es claro: no se puede acceder a los beneficios de la justicia transicional si no hay un aporte que le ayude de manera genuina a la reconciliación del país. Más allá de los escándalos puntuales que generó el nombrar a ciertos políticos, la pregunta de fondo es esa: ¿hay pruebas? Y si sí, ¿podremos por fin entender en profundidad los tentáculos del paramilitarismo en la gran tragedia colombiana? En un par de meses lo sabremos.
Mientras tanto, son inaceptables los ataques de ciertos sectores a la legitimidad de la JEP. Sus años de trabajo y los avances en los macrocasos han mostrado que no son tribunales de impunidad, que su aporte a la verdad es y será muy valioso, y que el rol de los magistrados ha sido desde la autonomía e independencia judicial. Necesitamos un consenso de todas las fuerzas políticas para blindar la justicia transicional y que siga dando espacios para testimonios que sacudan al país. Es una labor esencial para la reconciliación.
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