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Una condena, aunque necesaria, no es suficiente. Después de 19 años de total impunidad, por fin hay una sentencia en el caso del asesinato de Jaime Garzón. Sin embargo, queda la angustia de que persisten muchas preguntas en el aire. ¿Quiénes, en las altas esferas del poder, estuvieron vinculados con los hechos? Además, negarle la categoría de crimen de lesa humanidad es una decisión errada que puede afectar futuras investigaciones.
José Miguel Narváez, exsubdirector del DAS, fue condenado a 30 años de cárcel por haber sido el determinador del asesinato de Jaime Garzón. Según la Fiscalía, en tesis adoptada por el juez séptimo penal del Circuito Especializado de Bogotá, no hay duda de que Narváez le sugirió al paramilitar Carlos Castaño la idea de asesinar al humorista. Esto, dentro de una tesis mayor sobre cómo miembros de la Fuerza Pública se aliaron con grupos paramilitares para erradicar a defensores de derechos humanos considerados como “incómodos para el Estado”.
Las pruebas que constan en el expediente narran la historia de una Colombia en guerra y con agentes del Estado en cruzada contra lo que oliera a izquierda. Según testimonios de exparamilitares, Narváez le dijo a Castaño que Garzón era miembro de la guerrilla de las Farc y que se estaba lucrando por su rol de mediador en la liberación de secuestrados. También le proporcionó información de inteligencia militar y coordinó labores con los sicarios de La Terraza, quienes fueron los que perpetraron el crimen. Una vez asesinado Garzón, Narváez aprovechó su poder dentro del Estado para desviar las investigaciones, desaparecer testigos claves y buscar que todo quedase en la impunidad.
Este caso es una muestra de cómo la infiltración de personas cercanas al paramilitarismo en el Estado causó efectos perversos; es un fracaso histórico que Colombia no ha podido sanar por la falta de información y de sentencias judiciales. La pregunta necesaria es: ¿cómo fue posible y quiénes más estuvieron involucrados?
El fiscal general, Néstor Humberto Martínez, celebró la decisión y la planteó como evidencia de los esfuerzos que viene haciendo esa entidad por aclarar los crímenes sin resolución que ocurrieron en los 90. Compartimos con el funcionario la urgente necesidad de encontrar a los responsables en este y otros casos que son emblemáticos, pero también es claro que el caso Garzón todavía sigue plagado de impunidad.
Por eso, preocupa que el juzgado le haya negado la categoría de crimen de lesa humanidad, lo que activa la operancia de la prescripción de los delitos. Como ha explicado la Fiscalía, “el modus operandi común a los homicidios de defensores de derechos humanos consistió en que miembros de la Fuerza Pública, escudados en su lucha contrainsurgente, declaraban objetivo legítimo a defensores de derechos humanos con ocasión a su labor o por tener una postura crítica frente a sectores oficiales”. El caso de Garzón, que claramente entra en esa definición, cumple los requisitos de sistematicidad y gravedad para que se le aplique la figura de lesa humanidad.
El silenciamiento de Jaime Garzón fue el triunfo del miedo y de la ilegalidad. Su muerte, en medio de un país violento, dejó heridas que todavía están abiertas. El tratamiento posterior que recibió el caso también fomentó la desconfianza de los colombianos en la justicia. Es necesario que las investigaciones continúen, que se encuentre, además de Narváez y Castaño, quiénes influyeron en lo ocurrido; quiénes se beneficiaron con la persecución criminal contra los defensores de derechos humanos. Colombia necesita más respuestas que una sola condena.
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