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Resignado a su autoimpuesta falta de protagonismo en medio de la crisis, el Congreso está recurriendo a sus peores instintos: apelar al populismo. Mientras el país está en medio de un reto histórico, sediento de reformas legislativas ambiciosas que ayuden a enfrentar la incertidumbre causada por la pandemia, la principal prioridad de los parlamentarios ha sido empujar una reforma constitucional que permita la cadena perpetua para violadores de niños, niñas y adolescentes. Es la primera vez, en una década de esfuerzos, que la medida llega tan cerca de ser aprobada. La inutilidad de expedir esa reforma, sin embargo, sigue siendo evidente.
Ya los argumentos se conocen. Esperanza Andrade, senadora por el Partido Conservador, dijo que “este proyecto constituye una gran oportunidad para la prevención y lucha contra la violencia sexual infantil. Lo que busca la cadena perpetua es que los violadores y asesinos de niños reciban un castigo acorde con su delito”. Alicia Arango, ministra del Interior, anunció el apoyo irrestricto del Gobierno al proyecto diciendo: “No creo que sea populismo punitivo defender a un niño de un delito atroz, eso no puede ser posible (...). La cadena perpetua no es sinónimo, como muchos quieren hacer ver, de trato cruel e inhumano, porque eso está prohibido. Pero el trato cruel e inhumano sí es sinónimo del abuso carnal violento a los niños, eso sí. Aquí violan a niños de nueve meses de nacidos, por Dios, eso no tiene perdón”.
La tesis es clara: la violación de menores es un delito nefasto (algo que no está en discusión) y el Estado debería responder con la peor pena posible. Esto, a su vez, ayudaría a reducir la ocurrencia del delito y sería una respuesta contundente a un problema sistemático. El Congreso quiere, así, enviarle el mensaje al país de que está actuando para proteger a los niños, niñas y adolescentes. Pero la realidad es otra.
Para empezar, las penas en Colombia por estos delitos ya son altísimas. Hasta 60 años con rebajas prohibidas. Rafael Uribe Noguera, victimario de uno de los casos más dolorosos en la historia reciente del país, fue condenado a 58 años de cárcel. Para todos los efectos, pasará una vida entera en prisión. Viendo esta realidad, la sensación que queda es que los parlamentarios están buscando más dar un golpe simbólico que uno con efectos útiles en términos de política criminal.
Lo preocupante es que, como símbolo, tampoco funciona. La cadena perpetua no disuade a los criminales de cometer los delitos ni tampoco sirve para reducir la abrumadora impunidad que reina en estos casos. Se utiliza como mecanismo para saciar la sed de “justicia”, entendida en su acepción más vengativa, pero no para proteger a los niños, niñas y adolescentes, ni para rehabilitar a los victimarios, ni para facilitar el trabajo de los operadores de la Rama Judicial. La defensa a ultranza de la cadena perpetua es un acto vacío que hace mucho ruido y oculta el debate complejo que hay en el fondo. La amarga realidad es que el Estado colombiano está muy lejos de tener las capacidades necesarias para solucionar las raíces del problema.
¿Por qué, entonces, insiste el Congreso en priorizar esto por sobre todas las otras necesidades de Colombia? Porque la gente clama que no haya perdón, porque es un tema taquillero, porque seguimos creyendo, pese a toda la evidencia en contrario, que la cárcel es la solución a nuestros problemas. Eso tiene un nombre: populismo punitivo. Aunque no les guste.
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