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Mientras cuatro estados de EE. UU. votaban a favor de legalizar la marihuana, en Colombia se hundía el proyecto que pretendía regular su uso recreativo. Las celebraciones en el país del norte contrastan con los trinos eufóricos y los golpes de pecho de los supuestos defensores de la moral y la infancia en nuestro país, representantes del estancamiento, la estigmatización y la condena a modificar nuestra política de drogas. Es increíble que con el mundo cambiando, con la evidencia científica sobre la mesa y con los incentivos económicos claros, nuestros líderes políticos crean que están haciendo patria al insistir en las mismas soluciones ineficaces de siempre. Uno más en la larga lista de fracasos morales y de visión que hemos observado en el Congreso de la República.
Hablemos de argumentos. Escuchar a los representantes de la oposición a la marihuana recreativa es entrar en un mundo de hechos alternativos, estudios científicos amañados y un gusto por sembrar terror. Ante todo, es síntoma de un debate público obtuso y que no avanza al ritmo que exige la modernidad.
Por ejemplo, el Centro Democrático, partido de gobierno y uno de los principales opositores al proyecto, a través de su cuenta oficial de Twitter, dijo: “La satisfacción del deber cumplido y el compromiso con las familias colombianas, nuestra bancada votó a favor de archivar el acto legislativo que pretendía legalizar la marihuana. La protección de la familia, los jóvenes y niños es nuestra prioridad”. Expandiendo sobre esa idea, su líder político, Álvaro Uribe Vélez, escribió que “la marihuana recreativa escala a otras drogas, afecta las neuronas, el consumidor llega a estados de alienación, pierde el control para sus decisiones que es la pérdida de su libertad”. Esa no es la realidad.
Un mito recurrente en torno a la marihuana es que se trata de una peligrosa puerta de entrada: tan pronto alguien la prueba está en riesgo de pasar a sustancias más dañinas y adictivas. Pero múltiples estudios han demostrado lo contrario. Primero, no hay causalidad. Ninguno de los efectos de la marihuana en el cerebro lo vuelven más vulnerable a otras drogas. Es decir, si alguien consume otras sustancias, no lo hace por culpa de la marihuana. Segundo, la Drug Policy Alliance encontró que “la mayoría de las personas que prueban la marihuana nunca usa otras drogas ilegales”. Es decir, se trata de una puerta que se cierra, no que se abre. Lo mismo dice el Centro para Control de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos: “La mayoría de personas que usan marihuana no pasan a consumir otras sustancias más duras”.
El otro mito es que quita el control de las decisiones. Ahí vemos un doble rasero. Por un lado, el consumidor promedio de marihuana lo que experimenta es un estado de relajación, que lo vuelve menos agresivo, no le arrebata su capacidad de agencia. Por otro lado, si vamos a compararlo con sustancias peligrosas, el alcohol sí produce mucho más riesgo de perder el control y degenerar en actos violentos. ¿Vamos, entonces, a prohibir también el alcohol? ¿Por qué prohibimos la marihuana si es menos ofensiva que el alcohol? ¿Será, más bien, que hemos normalizado los prejuicios contra la planta mientras que desestimamos el riesgo del alcohol?
Finalmente, está el argumento de los niños. Quieren proteger a los niños del consumo. Pero la prohibición no lo ha logrado. En cambio, allí donde se regula de manera estricta pueden emplearse más controles, mejor educación y fomentar planes que en efecto traten las adicciones con un enfoque humano, no de criminalización.
Podríamos seguir listando argumentos, pero es claro que el Congreso no desea escucharlos.
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